jueves, 6 de noviembre de 2014

colores



Una lista subjetiva de cosas que a mí me parecen amarillas, son las tías solteras, las gomitas o pastillas de goma, la timidez, la letra H, los poemas de todas las mujeres (excepto los de Emily Dickinson , que desde luego son rojos) las proposiciones lascivas, las deudas, los años setenta, la canción de Nat King Cole "China Gate", la tristeza, el departamento de Inglés de Yate, el país como el nombre de Brasil, agosto, las Cámaras del Congreso, la palabra "hills", las pantallas de lámpara, los médicos, los agentes de seguros, los agudos y chirriantes sonidos de los niños en los patios de recreo (..."burlándose de la vida" de acuerdo con la folcklorista británica Iona Opie) el compromiso político, el estado de Nebraska, la enfermedad en general, las viejas ruedas de carretas, los susurros y el insulso nombre Catherine.

lunes, 27 de octubre de 2014

dickens. paseos nocturnos. perdido



Siendo yo niño muy pequeño, lo mismo en años que en estatura, me extravié un día en la City de Londres.
En este momento se apodera nuevamente de mí el mismo instintivo terror infantil de verme extraviado que sentí entonces. Estoy convencido de que mi terror no habría sido más fuerte ni aunque me hubiese perdido en el Polo Norte en lugar de en aquella calle estrecha, concurridísima e incómoda sobre la que en aquellos tiempos se alzaba el león. Pero este primer pánico mio se consumió en un breve ir y venir de acá para allá entre lloros; después de esto, poseído de un sentimiento de triste dignidad, me metí en una plazuela o patio y me senté en un escalón para meditar en cómo había yo de vivir allí en adelante.
Por más que hago memoria no recuerdo que se me ocurriese, ni por un momento, la idea de preguntar a nadie el camino a mi casa. Quizá en aquel entonces prefiriese yo el triste honor de haberme extraviado; aunque abrigo una gran convicción de que por pensar en lo que había de hacer en el futuro lejano, no tenía ojos para ver lo más inmediato y sencillo. Yo era entonces muy niño, tenñia solo ocho o nueve años.

Charles Dickens
Paseos Nocturnos
Perdido

lunes, 20 de octubre de 2014

JD Salinger






Nicholson lo miró y sostuvo la mirada, reteniéndolo.
-¿Qué harías si pudieras modificar el sistema de enseñanza?- preguntó ambiguamente. ¿Has pensado en eso alguna vez? La enseñanza es mi obsesión...., es en lo que me ocupo, por eso te pregunto.

-Bueno,...no estoy muy seguro de lo que haría - dijo Teddy- Lo que sé es que no empezaría con las cosas con que por lo general empiezan las escuela. Cruzó los brazos y reflexionó un instante. Creo que primero reuniría a todos lo niños y les enseñaría a meditar. trataría de enseñarles a descubrir quienes son y no simplemente cómo se llaman y todas esas cosas....pero antes creo que les haría olvidar todo lo que les han dicho sus padres y todos los demás. Quiero decir, aunque los padres les hubieran dicho que un elefante es grande, yo les sacaría eso de la cabeza, Un elefante es grande solo cuando está al lado de otra cosa, un perro, o una mujer, siquiera les diría que un elefante tiene trompa. A lo sumo , les mostraria un elefante, si tuviera uno a mano, pero les dejaría ir hacia el elefante sabiendo ellos tanto como el elefante de ellos. Lo mismo haría con la hierba y todas las demas cosas. Ni siquiera les diría que la hierba es verde. Los colores son solo nombres, porque si usted les dice que la hierba es verde van a empezar a esperar que la hierba tenga un aspecto determinado, el que usted dice, en vez de algun otro que puede ser igualmente bueno y quizás mejor.

Además si quisieran aprender todo lo demás, nombres y colores y otras cosas podrían hacerlo si les gustara, cuando tuvieran más edad. Pero yo querría que ellos empezaran con la verdadera forma de mirar las cosas y no mirándolas como hacen todos los demás.


Fragmento del cuento Teddy
JD Salinger


lunes, 29 de septiembre de 2014

Coetzee.







Ese es el gran secreto de las mujeres, eso es lo que les da ventaja sobre los hombres como nosotros. Saben cuándo ceder, cuándo echarse a llorar. Nosotros no lo sabemos. Aguantamos, embotellamos la pena dentro de nosotros, la encerramos a cal y canto, hasta que se convierte en el mismísimo demonio. Y entonces nos da por cometer alguna estupidez, solo con tal de librarnos de la pena, aunque no sea más que un par de horas. Sí, cometemos alguna estupidez que luego habremos de lamentar durante toda la vida. Las mujeres conocen el secreto de las lágrimas.


J M Coetzee
El Maestro de Petersburgo

viernes, 26 de septiembre de 2014

Coetzee




Deposita la maleta sobre la cama y la abre. Encima de todo encuentra un traje de algodón blanco bien doblado. aprieta la frente contra el tejido y muy débilmente le llega el olor a de su hijo.Respira hondo una y otra vez, pensando: es su espíritu que entra en mí.

Cuando la muerte siega todos los demás lazos, aún queda el nombre. El bautismo: la unión de un alma con un nombre, el nombre que llevará por siempre, para toda la eternidad.

Las lágrimas le sientan bien a su manera, como un suave velo de ceguera que se interpone entre  el mundo y él.

Piensa en los dolientes de un velatorio, piensa en cómo se abalanzan sobre la comida y la bebida. Hay en eso una especie de exultación, una jactancia que se espeta en la cara de la muerte : a nosotros no nos tienes!


Fragmentos de la primera parte de
El Maestro de Petersburgo
JM Coetzee

lunes, 15 de septiembre de 2014

Thoreau . sobre la vida cotidiana



Por la noche los hombres vuelven a casa dócilmete desde el campo o la calle de al lado, donde los persiguen los ecos domésticos y su vida languidece porque allí respiran tan sólo su propio aliento; mañana y tarde, sus sombras llegan más allá de donde quedaron sus pasos cotidianos. Cada día deberíamos regresar al hogar de lejos, de aventuras, peligros y descubrimientos, con experiencias nuevas y el carácter renovado.


Walden
Henry David Thoreau

lunes, 8 de septiembre de 2014

No se contar hasta uno.



El tiempo sólo es el río en el que voy a pescar. Bebo en él ; pero mientras bebo veo el lecho arenoso y constato su poca profundidad. Su débil corriente se desliza a lo lejos, pero la eternidad permanece. Querría beber en lo profundo, y pescar en el cielo, en un fondo pedregoso repleto de estrellas. No puedo contar hasta uno. No conozco la primera letra del alfabeto. Siempre he lamentado no ser tan sabio como lo fui el día en que nací. La inteligencia es una cuchilla : discierne y abre su camino en el secreto de las cosas. No deseo tener mis manos más ocupadas de lo necesario. Mi cabeza es manos y pies. Siento concentradas en ella mis mejores facultades. Mi instinto me dice que mi cabeza es un órgano excavador, como lo son los hocicos y las patas delanteras de algunos animales y ella me servirá para minar y horadar mi camino a través de estas colinas. Creo que el filón más rico se halla en los alrededores, me fío de la varita mágica y de  los finos vapores que se elevan desde la tierra, y aquí comenzaré a excavar.

jueves, 4 de septiembre de 2014

Thoreau. Walden y la ropa



Cada día que pasa nuestras prendas se parecen más a nosotros, y reciben la marca del carácter personal, hasta el punto de que retrasamos el momento de deshacernos de ellas, querríamos aplicarles el tratamiento médico y hasta una cierta solemnidad parecida a la que tenemos con nuestro cuerpo. Nunca un hombre perdió mi estima por tener un remiendo en sus ropas; sin embargo estoy seguro de que, por lo general, existe mayor preocupación por llevar ropa a la moda o por lo menos limpia y sin remiendos, que por vivir con la conciencia sosegada pero, aún  cuando no se haya zurcido la rasgauira, quizás el peor vicio que así se expone sea la imprevisión. A veces pongo a prueba a mis conocidos con preguntas como esta: "¿ Quién de ustedes llevaría un remiendo o si quiera un par de costuras de más a la altura de la rodilla?". Muchos de los interrogados reaccionan como si su vida pudiera arruinarse si lo hicieran. Para ellos sería preferible ir renqueando por la ciudad con una pierta rota que con un pantalón roto. A menudo, cuando un caballero sufre un accidente que afecta sus piernas, puede arreglárselas, pero si el accidente le ocurre a las perneras de sus pantalones, entonces ya no hay solución, porque el hombre no tiene en cuenta lo que es verdaderamente respetable, sino lo que suele respetarse. Conocemos solo a unos pocos hombres, pero una gran cantidad de chaquetas y calzones.

viernes, 22 de agosto de 2014

claude roy el amante de las librerías


Lo confieso, no soy hombre de bilbliotecas, esos enormes conservatorios de lo impreso. Amo demasiado los libros para soportar visitarlos tan solo y poder abandonar los volúmenes , a la hora de cerrar, a los guardianes de sus gloriosas Bastillas. Me gusta que los libros compartan mi vida, me acompañen, callejeen, trabajen y duerman en mi compañia, se rocen con las venturas del día y los caprichos del tiempo, acepten citas conmigo a horas "imposibles", ronroneen con la gata al pie de mi cama, o se arrastren con ella en la hierba, doblen  un poco la punta de sus páginas en la hamaca de verano, se pierdan y se encuentren de nuevo.

viernes, 8 de agosto de 2014

comer y pensar




En su opinión, los poderes del intelecto tenían una íntima conexión con las facultades del estómago. No creo, en realidad, que discrepara mucho con los chinos, para quienes el alma se aloja en el abdomen. En todo caso, pensaba él. tenían razón los griegos, que usaban la misma palabra para la mente y el diafragma. Φpεvες


sobre un filósofo que tenía un restaurante
Edgard Allan Poe
Cuentos de humor y de sátira
Bon-Bon

lunes, 7 de julio de 2014

como escribir un articulo Blackwood.


Mi querida señora, tome asiento por favor.El asunto es así: en primer lugar, su escritor de intensidades debe procurarse una tinta muy negra y una pluma muy grande de punta roma. Y preste atención!- continuó después de una pausa con la más expresiva energía y el modo más solemne.

Preste atención! Esa pluma nunca, jamás, debe ser afilada! En esto, señora,  está el secreto, el alma de la intensidad. Me hago responsable al decir que nadie, por grande que sea su genio, escribió jamás un buen artículo con una buena pluma. Puede usted estar segura: si un manuscrito es legible, jamás vale la pena leerlo. Este es el principio conductor de nuestra fe y si ud no está de acuerdo con ese principio, entonces nuestra reunión ha llegado a su fin.

Edgar Allan Poe
Cómo escribir una artículo "Blackwood"
 

viernes, 4 de julio de 2014

Madame Joyeuse. Edgar Allan Poe


Madame Joyeuse era una loca! Pero había mucho sentido en su fantasía. Era una hermosísima joven, de aire modesto y constrito, que juzgaba muy indecente la costumbre vulgar de vestirse, y que quería vestirse siempre poniéndose fuera de sus ropas, no dentro. Es cosa muy fácil de hacer, después de todo. No tienen más que hacer así.....y luego así.... y después.....


Edgar Allan Poe
El Sistema del doctor Alquitrán y el Profesor Pluma
Cuentos de Humor y Sátira
Ed Claridad


jueves, 3 de julio de 2014

Italo Calvino. De Pinocho a Kafka


Cuando comencé a escribir era un joven de pocas lecturas. Intentar la reconstrucción de una biblioteca "genética" quiere decir remontarse rápidamente a los libros de la infancia : creo que cualquier lista debe comenzar con Pinocho , al que siempre consideré un modelo de narración en el que cada motivo se  presenta y retorna con un ritmo y una limpidez ejemplares; cada episodio tiene una función y una necesidad en el diseño general de la peripecia, cada personaje tiene una evidencia visiva y un lenguaje inconfundible. Si se puede ratrear una continuidad en mi primera formación -digamos entre los seis y los veintitrés años-es la que va de Pinocho hasta América de Kafka, otro libro decisivo de mi vida que siempre he considerado como "la novela" por excelencia en la literatura mundial del sigloXX y posiblemente no sólo de este siglo. El elemento unificador podría definirse así: aventura y soledad de un individuo extraviado en la vastedad del mundo hacia una iniciación y autoconstrucción interior.

martes, 27 de mayo de 2014

poe y thoreau



Nadie pone nunca a Poe y Thoreau en el mismo plano. Representan extremos opuestos del pensamiento norteamericano. Pero ahí está lo bueno. Un borracho del Sur..., políticamente reaccionario, de modales aristocráticos, imaginación fantasmagórica. Y un abstemio del Norte...., de opiniones radicales, comportamiento puritano, lúcido en su trabajo. Poe representa el artificio y la oscuridad de una habitación a medianoche.  Thoreau es la sencillez y la claridad del aire libre. A pesar de sus diferencias, sólo se llevaban ocho años, los que los hace casi exactamente contemporáneos. Y ambos murieron jóvenes: a los cuarenta y cuarenta y cinco años. Entre los dos apenas vivieron más que un viejo, y ninguno de ellos dejó descendencia. Con toda  probabilidad, Thoreau llegó virgen a la tumba. Poe se casó con su prima adolescente, pero aún queda la incógnita de si el matrimonio llegó a consumarse antes de la muerte de Virgina Clemm. Llámalos paralelismos, coincidencias, pero esos hechos externos son menos importantes que la íntima verdad de su vida. A su manera desenfrenadamente personal, a los dos  les dió por reinventar Estados Unidos. En sus reseñas y artículos críticos, Poe combatió por una nueva literatura autóctona, una literatura estadounidense libre de influencias inglesas y europeas. La obra de Thoreau representa una incesante arremetida contra el orden establecido, una batalla por encontrar una forma de vivir en esta tierra. Ambos creían que los Estados Unidos se estaba hundiendo y los dos opinaban el el país estaba siendo aplastado por una montaña de máquinas y dinero. ¿Cómo iba alguién a pensar en medio de toda aquella barahúnda? Ambos querían alejarse de eso. Thoreau se marchó a las afueras de Concord, haciendo como si se hubiera exiliado en el bosque; sin otra razón que la demostrar que eso era perfectamente factible. Poe por su parte, se refugió en el sueño de prefección. Echa una mirada a Filosofía el mobiliario  y descubrirás que su habitación imaginaria estaba concebida exactamente con el mismo propósito. Es un recinto para escribir, leer y pensar, un lugar de contemplación, un refugio silencioso donde el espíritu puede hallar al fin cierto grado de paz.

Paul Auster
Brooklyn Follies

viernes, 18 de abril de 2014

el toldo rojo de bolonia




Todas la ventanas tienen toldos y todos los toldos son del mismo color. Rojo. Muchos están descoloridos, unos cuantos parecen recién puestos, pero todos son versiones  viejas y nuevas del mismo color. Todos encajan perfectamente en el marco de la ventana, y su ángulo se puede ajustar según la cantidad de luz que se desea que entre. En italiano se llaman tende . Su rojo no es el de la arcilla, ni el de la terracota; es un rojo de tinte. Detrás de los toldos se ocultan cuerpos y los secretos de esos cuerpos, que de ese lado dejan de ser secretos.

John Berger
El toldo rojo de Bolonia

lunes, 14 de abril de 2014

pequeño diccionario de la moda de Bioy






"vestirme de traje, chaleco y corbata es una costumbre a la que le tengo simpatía. A mí manera he tenido una gran preocupación por estar bien vestido, pero estar muy paquete me parece una grosería porque la elegancia debería pasar desapercibida"

Ante mis interrogantes sobre las influencias en su placard y un posible uniforme de escritor dandy, Bioy  pronunció que cada mañana acostumbraba vestirse con traje de riguroso corte recto que el sastre Spinelli le hacía a su medida y nunca omitió perfumarse con Eau de Guerlain, una pócima de la firma que desde 1828 creó un sinfín de almizcles elegantísimos.

Con sutil ironía, manifestó su tedio hacia el desaliño y la trasnoche emparentados con el manual de estilo de la bohemia. Se refirió con precisión a su veneración por los uniformes de deportes, los ropajes de centroforward de fútbol y también los de tres cuartos de rugby. No omitió las ropas níveas de los tenistas, ni las señas particulares de las remeras y los pantalones largos que indicaban su pertenencia al Lawn Tennis. No es caprichoso que los trajes de tenistas funcionen como recurso indumentario en sus novelas y cuentos.

Dice de las corbatas : las corbatas son la fantasía en la vestimenta masculina. Entre mis favoritas están las de las casa Hermés, aunque en las últimas visitas que hice a París no encontré ninguna que me gustara, debido a que los motivos cambiaron mucho"

La elegancia significa algo así como que cada persona participe de algún modo en embellecer al mundo

sábado, 12 de abril de 2014

bachelard. la poética del espacio.la casa


apuntes viejos, de épocas remotas, releidos hoy, dicen por ejemplo:

A través de todos los recuerdos de todas las casas que nos han albergado , y allende todas las casas que soñamos habitar ¿puede desprenderse una esencia íntima y concreta que sea una justificación de valor singular de todas nuestras imágenes de intimidad protegida?

La casa es nuestro rincón en el mundo. Es nuestro primer universo. Es realmente un cosmos.

Vive la casa en su realidad y en su virtualidad, en el pensamiento y en los sueños

La casa alberga el ensueño, la casa protege al soñador, la casa nos permite soñar en paz.

La casa en la vida del hombre suplanta contingencias, multiplica sus consejos de continuidad, sin ella el hombre sería un ser disperso.

La casa natal es el teatro del pasado, es nuestra memoria. En sus mil alvéolos el espacio conserva tiempo comprimido.

Cómo se saborean los silencios, tan especiales, de los diversos albergues del ensueño solitario.

Cubrimos así el universo con nuestros diseños vividos. No hace falta que sean exactos. Sólo que estén tonalizados sobre el modo de nuestro espacio interior.

La palabra hábito es una palabra demasiado gastada para expresar ese enlace de nuestro cuerpo que no olvida la casa inolvidable.

A través de todos nuestros años, en nuestra adhesión a la casa natal, el sueño es más poderoso que los pensamientos.

La infancia es ciertamente, más grande que la realidad.


Gaston Bachelard
La Poética del Espacio
 La Casa



jueves, 27 de marzo de 2014

los libros que vislumbramos. La vida nueva


 

 hablamos de esta novela en el grupo de estudio
aqui una mínima gragea de su genialidad

"Sacó del bolsillo derecho de su chaqueta su "humilde" invento: era un reloj de bolsillo, pero sabía cuándo estabas contento y entonces se paraba por sí solo alargando hasta el infinito ese momento de felicidad. Cuando no estabas alegre, las agujas del reloj corrían a toda prisa y tu te asombrabas, por Dios, que rápido pasa el tiempo y tus preocupaciones pasaban en un abrir y cerrar de ojos. Luego, por la noche, cuando tu dormías pacíficamente junto a tu reloj, aquella cosita que palpitaba pacientemente con su tic tac, compensaba por sí misma los atrasos y los adelantos. Y por la mañana te levantabas como todo el mundo, como si no hubiera pasado nada"

Ohran Pamuk
La vida Nueva

domingo, 23 de marzo de 2014

Los libros que desciframos. Los rusos son importantes


Si uno logra sobreponerse al tamaño del volumen que tiene entre manos, a lo imponente del nombre y la cantidad de páginas de "Los Hermanos Karamazov " de Fiodor Dostoievski....y confiando en mi frase ultra repetida a mis alumnos, casi como un mantra ...los rusos son importantes.... logramos adentrarnos en un universo maravilloso, atrapante, lleno de personajes entrañables de nombres impronunciables, y llenos de apodos que harán necesario eventualmente, un cuadro sinóptico que ayude a ordenar la situación al menos en los primeros tramos de esta novela apasionante.

A modo de pequeño incentivo aquí un resumen de la magnífica Advertencia al Lector con la que Dostoievski nos prepara para la lectura:


Cierto halo de perplejidad me invade cuando debo empezar a relatar la vida de mi héroe, Alexei Fiodorovich Karamazov, ¿Por qué digo esto? Básicamente porque aunuue lo denomine héroe, sé con certeza que se trata de una persona carente de dignidad, motivo que lleva a preguntarme ¿qué tiene de notable Alexiei Fiodorovich para que usted lo haya descrito como héroe? ¿Por qué yo lector, debo perder el tiempo en el estudio de los acontecimientos de su vida?
Esta última pregunta resulta la más engañosa porque sólo contiene como respuesta : " No le queda otra que leer la novela"....
.....Claro que nadie está obligado a nada. Puede cerrar el libro a las dos páginas del primer relato y no volverlo a abrir. Pero hay lectores tan bien educados, que forzosamente quieren leer hasta el fin para no equivocarse en su juicio desapasionado; así son por ejemplo, todos los críticos rusos. Pues bien, ante esos lectores uno se siente más tranquilo, a pesar de toda su escrupulosidad y buena voluntad, les doy el pretexto mas legítimo para abandonar el relato en el primer episodio de la novela. Y esto es todo el prefacio. Estoy completamente de acuerdo en que sobra, pero como ya está escrito, aquí se queda.
Y ahora manos a la obra.

miércoles, 12 de marzo de 2014

los libros que leemos mientras esperamos



hoy leía un libro apasionante, mientras esperaba encontrarme con alguien por cuestiones de trabajo
el libro me tenía atrapada pero no podia evitar levantar, cada tanto, la vista de las páginas para ver si llegaba la persona que yo esperaba...

cual Anna Karenina en el vagón del tren a San Petersburgo, con su novela en las manos, distraída por sus compañeros de viaje, el traqueteo del tren, y la nieve que caia tras la ventana.

la espera dominaba el libro y las imágenes de esta persona llegando, y el saludo, y lo que debíamos hablar, se mezclaba con los párrafos que mis ojos recorrían una y otra vez.

me concentré aún más en la lectura, con el ceño fruncido, haciendo fuerza por poner en imagenes cada palabra que leía....pero fue inútil, nuevamente levante la cabeza, miré el reloj...reparé en la gente que pasaba.....

los libros que leemos mientras esperamos, deben conformarse con este segundo puesto entre lo que va a suceder y la realidad literaria paralela que en mi caso perdió ampliamente la batalla.

martes, 11 de marzo de 2014

los libros que atesoramos



hoy estuve en una Biblioteca
y había tantos libros que deseaba leer y no había leído, tanto a disposición, estuve tentada de retirar alguno, y llevarlo conmigo...y luego....el horror.....me asaltaron pensamientos terribles como :

. qué pasa si el libro me encanta y no puedo devolverlo?
. qué pasa si quiero subrayarlo para recordar y atesorar sus mejores frases?
. qué pasa si sus hojas son de ese perfecto color ambarino que me gusta y quiero atesorarlo?
. qué pasa si ese libro queda perfectamente emparejado a otros similares que hay en Mi biblioteca?
. qué pasa si me disfruto abrazarlo mientras camino por la calle y lo quiero para siempre?
. qué pasa si quiero doblar muchas de sus esquinas para señalar diferentes hojas ?
. qué pasa si quiero dibujar un sutíl corazoncito para evidenciar que éste o aquél parrafo es maravilloso?


resultado, marcheme de allí con las manos vacías, pero aliviada, sabiendo que me esperaban mis propios libros en mi casa, y los que vengan sabrán que llegan para ser atesorados. Por siempre.


lunes, 10 de marzo de 2014

los libros que releemos. Pamuk



hay libros que leemos y nos gustan, pero luego milagrosamente los releemos pasado un tiempo y entonces nos hablan de algo que no habíamos precibido en su momento....y esa voz nueva nos dice cosas como esta

"Entre los años 1996 y 2002 Roza Hakmen tradujo al turco los siete tomos de "En busca del tiempo Perdido" de Proust, la mayoría de los periódicos aplaudieron su versión y la consideraron sumamente satisfactoria. Se habló mucho de Proust, en la radio, en la televisión, y en la prensa, y los primeros volúmenes de la novela incluso aparecieron en la lista de los libros más vendidos. En esa misma época, en la Universidad Técnica de Estambul, un gran número de estudiantes hacían cola para matricularse a principios del año académico. Cuenta la historia que una chica que se encontraba hacia el final de la cola, llamémosla Ayse, sacó de su bolso, con un ademán no exento de cierto orgullo, un volumen de Kayip Zamanin Izinde (En Busca del Tiempor Perdido) y se puso a leer. de vez en cuando levantaba la vista del libro para mirar a los estudiantes con los que iba a pasar los próximos cuatro años. Se fijó, en concreto, en una chica que se encontraba un poco más adelante, llamémosla zeynep, que llevaba unos zapatos de tacón alto, demasiado maquillaje y un vestido caro y de mal gusto. Con una sonrisa desdeñosa provocada por el aspecto superficial de Zeynep, Ayse se aferró con más fuerza a Proust. Sin embargo, al cabo de un rato, alzó la vista del libro y se quedó consternada al ver qye Zeynep sacaba de su bolso y se ponía a leer el mismo volumen que ella. Pensando que era inconcebible que ella estuviera leyendo la misma novela quye una chica con el aspecto de Zeynep, perdió todo el interés en Proust."

Ohran Pamuk
El novelista ingenuo y el sentimental.

jueves, 27 de febrero de 2014

los libros que subrayamos


" Considere una palabra que remite a una cosa  <paraguas> por ejemplo. Cuando digo la palabra paraguas ud. ve el objeto en su mente. Ve una especie de bastón con radios metálicos plegados en la parte superior que forman una armadura para una tela impermeable, la cual, una vez abierta, le protegerá de la lluvia. Este último detalle es importante. Un paraguas no sólo es una cosa, es una cosa que cumple una función, en otras palabras, expresa una voluntad del hombre. Cuando uno se para a pensar en ello, todos los objetos son semejantes al paraguas, en el sentido de que cumplen una función. Ahora, mi pregunta es la siguiente : ¿qué sucede cuando una cosa yo no cumple su función? ¿Sigue siendo la misma cosa, o se ha convertido en otra? Cuando arrancas la tela del paraguas, ¿el paraguas, sigue siendo un paraguas? Abres los radios, te los pones sobre la cabeza, caminas bajo la lluvia y te empapas. ¿Es posible continuar llamando a ese objeto un paraguas? En general la gente lo hace, es un paraguas roto, dice en todo caso. Para mí eso es un error. Puesto que ya no cumple su función, el paraguas ha dejado de ser un paraguas.

Ciudad de Cristal
Paul Auster


martes, 25 de febrero de 2014

el mejor cuento del mundo





segun Borges
este es el mejor cuento del mundo


aqui se los dejo



Donde su fuego nunca se apaga

No había nadie en el huerto. Con prudencia, sin hacer ruido con la aldaba, Harriet Leigh salió por el portón de hierro. Siguió el camino hasta el cerco, donde, bajo el saúco en flor, la esperaba el teniente de marina Jorge Waring.
Años después, cuando pensaba en Jorge Waring, Harriet volvía a sentir el dulce y cálido olor de vino de la flor de saúco y cuando olía flores de saúco, reveía a Jorge Waring, con su hermosa cara de poeta o de músico, sus ojos negros y sus cabellos pardo oliva.
Waring le había pedido que se casaran y había consentido. Pero su padre se oponía y ella había venido para decírselo y para despedirse de él; su barco partía al día siguiente.
–Dice que somos demasiado jóvenes.
–¿Cuánto quiere que esperemos?    
–Tres años.           
–¡Todavía tres años antes de casarnos! ¡Estaremos muertos!
Lo abrazó para confortarlo. Él la abrazó más fuerte y después corrió a la estación, mientras ella volvía luchando con sus lágrimas.
–En tres meses estará de vuelta. Habrá que esperar.
Pero no volvió. Había muerto en un naufragio en el Mediterráneo. Harriet ya no temía una pronta muerte porque no podía seguir viviendo sin Jorge.
Harriet Leigh esperaba en la sala de su casita en Maida Vale, donde vivía desde la muerte de su padre. Estaba inquieta, no podía apartar los ojos del reloj; esperando las cuatro, la hora que había fijado Oscar Wade. Lo había rechazado el día antes y no estaba segura de que viniera.
Se preguntaba por qué lo recibía hoy, si ayer lo había rechazado definitivamente. No debería verlo, nunca. Le había explicado todo claramente. Se evocaba, tiesa en la silla, enardecida con su propia integridad, mientras él la escuchaba cabizbajo, avergonzado. De nuevo sentía el temblor de su voz, repitiendo que no podía, que debía comprenderla, que no cambiaría su decisión, que él tenía una esposa y que no debían olvidarlo.       
Oscar respondió indignado:
–No necesito pensar en Muriel. Sólo vivimos juntos para guardar las apariencias.
–Y para guardar las apariencias debemos dejar de vernos. Oscar, por favor, váyase.
–¿Lo dice en serio?
–Sí. Ya no debemos vernos.
Oscar se había alejado, vencido. Lo veía cuadrando sus anchas espaldas para soportar el golpe. Le daba lástima. Había sido cruel sin necesidad. Ahora que había trazado un límite, ¿por qué no podían verse? Hasta ayer ese límite no era claro. Hoy quería pedirle que olvidara lo que le había dicho. Eran las cuatro. Las cuatro y media. Las cinco. Ya había tomado el té y renunciado a verlo, cuando llegó. Vino como otras veces: con su paso mesurado y cauto, sus anchas espaldas erguidas con arrogancia. Era un hombre de unos cuarenta años, alto y ancho, de caderas estrechas y cuello corto, cara grande y cuadrada y rasgos hermosos. El bigote, muy corto, pardo rojizo, se erizaba sobre el labio superior. Sus ojos pequeños brillaban, pardos, rojizos, ansiosos y animales. Le gustaba pensar en él cuando estaba lejos pero siempre tenía un sobresalto al verlo. Físicamente distaba mucho de su ideal; era tan distinto de Jorge Waring...
Se sentó frente a ella. Hubo un silencio incómodo que interrumpió Oscar Wade.
–Harriet, usted me dijo que yo podía venir. –Parecía que quería echarle toda la responsabilidad. –Espero que me haya perdonado.
–Sí, Oscar. Lo he perdonado.
Le dijo que se lo demostrara yendo a cenar con él. Accedió sin saber por qué.
La llevó al restaurante Schubler. Oscar Wade comía como un gourmet, dando importancia a cada plato. A ella le gustaba su ostentosa generosidad: no tenía ninguna de las virtudes mezquinas.
Terminó la cena. Su congestión silenciosa decía lo que estaba pensando. Pero la acompañó hasta su casa y se despidió en el portón.
Harriet no sabía si alegrarse o entristecerse. Había gozado un momento de exaltación virtuosa, pero no hubo alegría en las semanas siguientes. Había renunciado a Oscar Wade, porque no la atraía mucho, y ahora lo deseaba con furia, con perversidad, porque había renunciado a él.
Cenaron juntos varias veces. Ya conocía de memoria el restaurante. Las paredes blancas con paneles de contornos dorados, los pilares blancos y dorados, las alfombras turcas, azul y carmesí, los almohadones de terciopelo carmesí, que se prendían a sus faldas, los destellos de plata y de cristalería de las mesas circulares. Y las caras de los clientes y las luces en las pantallas rojas. Y la cara de Oscar, roja por la cena. Siempre, cuando él se echaba hacia atrás en la silla, Harriet sabía en qué pensaba. Alzaba los párpados pesados y la miraba, caviloso. Ahora sabía en qué iba a acabar todo. Pensaba en Jorge Waring y en su propia vida desilusionada. No lo había elegido a Oscar, realmente no lo había deseado, pero ya no podía dejarlo ir.
Estaba segura de lo que iba a ocurrir. Pero no sabía cuándo ni dónde. Ocurrió al final de una noche, cuando cenaron en una salita reservada. Oscar había dicho que no podía soportar el calor y el ruido del comedor. Ella subió adelante; por una empinada escalera con alfombra roja, hasta la puerta del segundo piso.
De tiempo en tiempo repitieron la furtiva aventura, en el cuarto del restaurante o en su casa, cuando no estaba la sirvienta. Pero no convenía arriesgarse.
Oscar se declaraba feliz. Harriet dudaba. Esto era el amor, lo que nunca había tenido, lo que había soñado y deseado con hambre y sed; ahora lo tenía. No estaba satisfecha. Siempre esperaba algo más, algún éxtasis que se anunciaba y no llegaba. Algo la repelía en Oscar; pero, como era su amante, no podía admitir que fuera un dejo de grosería.
Para justificarse pensaba en sus buenas cualidades, su generosidad, su fuerza. Le hacía hablar de sus oficinas, de su fábrica, de sus máquinas, le pedía prestados los libros que él leía. Pero siempre que trataba de conversar con él, le hacía sentir que no era para eso que estaban juntos, que toda la conversación que un hombre necesita la tiene con sus amigos.
–Lo malo es que nos veamos de un modo tan fugaz; deberíamos vivir juntos; es lo único razonable –dijo Oscar.
Tenía un plan. Su suegra vendría a vivir con Muriel en octubre. Podría ir a París y encontrarse allí con Harriet.
En un hotel de la Rue de Rivoli, estuvieron dos semanas. Pasaron tres días locamente enamorados.
Cuando se despertaba encendía la luz y lo miraba dormir. El sueño lo volvía inocente y suave, ocultaba sus ojos, le afinaba la expresión de la boca.
Después empezó la reacción. Al final del décimo día, volviendo de Montmartre, Harriet estalló en un ataque de llanto. Cuando le preguntaron por qué, dijo, al azar, que el Hotel Saint Pierre era horrible.
Con indulgencia, Oscar explicó su estado como de fatiga, causada por una agitación continua.
Trató de creer que estaba deprimida, porque su amor era más puro y espiritual que el de Oscar; pero sabía perfectamente que había llorado de aburrimiento. Estaban enamorados, y se aburrían mutuamente. En la intimidad, no podían soportarse.
Al fin de la segunda semana, empezó a dudar de haberlo querido alguna vez.
En Londres, por un tiempo, volvieron a entusiasmarse. Lejos del esfuerzo artificial que les había impuesto París, quisieron persuadirse de que el antiguo régimen de aventura furtiva era más adecuado a sus temperamentos románticos.     
Pero los perseguía el temor de que los descubrieran. Durante una corta enfermedad de Muriel, pensó con terror que esta podía morir; ya nada le impediría casarse con Oscar; él seguía jurando que si estuviera libre se casaría con ella.
Después de la enfermedad la vida de Muriel fue preciosa para los dos: les impedía una unión permanente.
Sobrevino la ruptura.
Oscar murió tres años después. Fue un inmenso alivio para Harriet. Ahora ya nadie sabía su secreto. Sin embargo, en los primeros momentos, Harriet se decía que, Oscar muerto, estaría más cerca de ella que nunca. No recordaba que en vida casi nunca había deseado tenerlo cerca. Mucho antes de que pasaran veinte años, le pareció imposible haber conocido una persona como Oscar Wade. Schubler y el Hotel Saint Pierre ya no eran recuerdos importantes. Hubieran desentonado con la reputación de santidad que había adquirido. Ahora, a los cincuenta y dos años, era amiga y ayudante del Reverendo Clemente Farmer, Vicario de Santa María en Maida Vale.
Era secretaria del Hogar para Jóvenes Caídas, de Maida Vale y Kilburn. Su exaltación mayor sobrevenía cuando Clemente Farmer, el flaco y austero vicario, parecido a Jorge Waring, subía al pulpito y levantaba los brazos en la bendición. Pero el momento de su muerte fue el más perfecto. Estaba acostada, soñolienta, en la cama blanca, debajo del negro crucifijo con un Cristo de marfil. El sacerdote se movía tranquilamente en el cuarto, arreglando las velas, el misal del Santísimo Sacramento. Acercó una silla a la cama; esperó que despertara. Tuvo un instante de lucidez. Sintió que se estaba muriendo y que la muerte la hacía importante para Clemente Farmer.
–¿Estás lista? –preguntó.
–Todavía no. Creo que estoy asustada. Tranquilíceme. Clemente Farmer encendió dos velas en el altar. Tomó el crucifijo de la pared y se acercó de nuevo a la cama.
–Ahora no tendrá miedo.
–No tengo miedo del más allá. Supongo que uno se acostumbra. Pero tal vez al principio sea terrible.
–La primera etapa en la otra vida, depende, en gran parte, de lo que pensamos en nuestros últimos momentos.
–Será en mi confesión.
–¿Se siente capaz de confesarse ahora? Después le daré la extremaunción y se quedará pensando en Dios.
Recordó su pasado. Allí encontró a Oscar Wade. Vaciló: ¿Podría confesar lo de Oscar Wade? Estuvo por hacerlo, después comprendió que no era posible. No era necesario. Veinte años de su vida habían prescindido de él. Tenía otros pecados que confesar. Hizo una cuidadosa selección:
–Me sedujo demasiado la belleza del mundo. A veces no fui caritativa con mis pobres muchachas. En lugar de pensar en Dios, he pensado a menudo en los seres queridos. –Después recibió la extremaunción. Pidió al sacerdote que le tuviera la mano, para no sentir miedo; mucho tiempo la tuvo así hasta que él la oyó murmurar–: Esto es la muerte. Pero yo creía que era horrible y es la dicha, la dicha.
Harriet permaneció unas horas en el cuarto donde habían sucedido estas cosas. Su aspecto le era familiar, con algo de extraño, ahora, y de repugnante. El altar, el crucifijo, las velas encendidas, sugerían alguna horrible experiencia cuyos detalles no podía definir, pero que parecían tener alguna relación con el cuerpo amortajado en la cama, que ella no asociaba consigo misma. Cuando la enfermera vino y lo descubrió, vio que era el de una mujer de mediana edad. Su cuerpo vivo era el de una joven de treinta y dos años.
Su muerte no tenía pasado ni futuro, ningún recuerdo cortante ni coherente, ninguna idea de lo que iba a ser.
Luego, súbitamente, el cuarto empezó a alejarse de sus ojos, a partirse en zonas y haces que se dislocaban y eran arrojados a diversos planos. Se inclinaban en todas direcciones, se cruzaban y cubrían con una mezcla transparente de diferentes perspectivas, como reflejos en vidrios.
La cama y el cuerpo se deslizaron hacia cualquier parte, hasta perderse de vista. Ella estaba de pie ante la puerta, que era lo único que había quedado. La abrió y se encontró en la calle, cerca de un edificio gris amarillento, con una gran torre de techo de pizarra. Lo reconoció. Era la iglesia de Santa María, de Maida Vale. Oía los acordes del órgano. Abrió la puerta y entró.
Había vuelto a espacio y tiempo definidos, había recuperado una parte limitada de memoria coherente. Recordaba todos los detalles de la iglesia que eran, en cierto modo, permanentes y reales, ajustados a la imagen que ahora la poseía.
Sabía para qué había venido. El servicio había concluido. Caminó por la nave hasta el asiento habitual debajo del pulpito. Se arrodilló y se cubrió la cara con las manos. Entre sus dedos podía ver la puerta de la sacristía. La miró tranquilamente, hasta que se abrió y apareció Clemente Farmer con su sotana negra. Pasó muy cerca del banco donde estaba arrodillada, y la esperó en la puerta, porque tenía algo que decirle.
Se levantó y se aproximó a Farmer. Seguía esperándola y no se movió para darle paso. Se acercó tanto que los rasgos de él se confundieron. Entonces, se retiró un poco para verlo mejor y se halló ante la cara de Oscar Wade. Estaba quieto, horriblemente quieto, cortándole el paso.
Las luces de las naves laterales iban apagándose, una por una. Si no se escapaba quedaría encerrada con él en esa oscuridad. Consiguió, por fin, moverse y llegar a tientas a un altar. Cuando se dio vuelta, ya no estaba Oscar Wade.
Entonces recordó que Oscar Wade estaba muerto. Luego lo que había visto no era Oscar: era su fantasma. Había muerto. Había muerto hacía diecisiete años. Estaba libre de él para siempre...
Cuando salió al atrio de la iglesia vio que la calle había cambiado. No era la calle que recordaba. Se encontró en una recova con muchas vidrieras; la Rué de Rivoli en París. Ahí estaba la entrada del Hotel Saint Pierre. Pasó por la puerta giratoria; cruzó el gris y sofocante vestíbulo que ya conocía; fue derecha a la gran escalera de alfombra gris; subió los peldaños innumerables que giraban alrededor de la jaula del ascensor hasta un descanso que conocía y un largo corredor ceniciento alumbrado por una ventana opaca; allí sintió el horror del lugar.
Ya no se acordaba de la iglesia de Santa María. No se daba cuenta de ese curso retrógrado en el tiempo. Todo el espacio y todo el tiempo estaban ahí. Recordaba que debía caminar hacia la izquierda.
Pero había algo donde el corredor doblaba, en la ventana al final de todos los corredores. Si tomaba la derecha se salvaría; pero ahí se detenía el corredor: un muro liso. Tuvo que volver a la izquierda. Dobló por otro corredor, que era oscuro y secreto y depravado. Llegó a una puerta torcida, que dejaba pasar luz por la rendija. Distinguía, encima, el número: 107. Algo había sucedido ahí. Si entraba volvería a suceder. Atrás de la puerta estaba Oscar Wade esperándola. Oyó sus pasos mesurados, que se acercaban. Huyó, rápida y ciega, como un animal, oyendo los pies que la perseguían. La puerta giratoria la agarró y la arrojó a la calle. Lo extraño es que estaba fuera del tiempo. Borrosamente recordaba que alguna vez hubo una cosa llamada tiempo: no se lo imaginaba. Se daba cuenta de cosas que sucedían o que estaban por suceder. Las fijaba por el lugar que ocupaban y medía su duración por el espacio. Ahora pensaba: si tan sólo pudiera retroceder al lugar donde no sucedió.
  Caminaba por un camino blanco, entre campos y colinas desdibujadas por la niebla. Cruzó el puente y vio la antigua casa gris, sobre el alto muro del jardín. Entró por el portón de hierro y se encontró en un gran salón de techo bajo, con las cortinas corridas, ante una cama. Era la cama de su padre. El cadáver extendido bajo la sábana, era el de su padre. Levantó la sábana: Vio el rostro de Oscar Wade, quieto y suavizado por la inocencia del sueño y de la muerte. Lo miró,  fascinada, con implacable  felicidad. Oscar  estaba muerto. Recordó que solía dormir así, en el Hotel Saint Pierre, a su lado. Si estaba muerto, no volvería a suceder. Estaba salvada.
La cara muerta le daba miedo. Al recubrirla, notó un ligero movimiento. Levantó la sábana y la estiró con fuerza, pero las manos empezaron a luchar y los dedos aparecieron por los bordes, tirándola hacia abajo. La boca se abrió, los ojos se abrieron: toda la cara la miró en agonía y terror.
El cuerpo se irguió, con los ojos clavados en los de ella. Los dos se quedaron inmóviles, un instante, con miedo mutuo. Pudo escaparse y correr; se detuvo en el portón sin saber qué lado tomar. A la derecha, el puente y el camino la llevarían a la Rue de Rivoli y a los abominables corredores del Hotel Saint Pierre; a la izquierda, el camino cruzaba la aldea.
Si pudiera retroceder aún, estaría segura, fuera del alcance de Oscar. Junto al lecho de muerte, había sido joven pero no bastante. Tenía que volver al lugar en que había sido más joven; sabía adonde encontrarlo; cruzó la aldea corriendo, por los galpones de una granja, por el almacén, por la fonda La Cabeza de la Reina, por el Correo, la iglesia y el cementerio, hasta el portón del sur, en los muros del parque de su niñez.
Estas cosas parecían insustanciales, tras una capa de aire que brillaba sobre ellas como vidrio. Se dislocaron, flotaron lejos de ella, y en lugar del camino real y los muros del parque, vio una calle de Londres, de sucias fachadas blancas, y en lugar del portón, la puerta giratoria del restaurante Schubler.
Entró. La escena se impuso con la dura evidencia de la realidad. Fue hasta una mesa en un rincón, donde un hombre estaba solo. La servilleta le tapaba la boca. No estaba segura de la parte superior de la cara; la servilleta se deslizó. Vio que era Oscar Wade. Se dejó caer a su lado. Wade se le acercó; sintió el calor de la cara congestionada y el olor del vino.
–Yo sabía que vendrías.
Comió y bebió en silencio, postergando el abominable momento final. Al fin se levantaron y se afrontaron; el gran cuerpo de Oscar estaba ante ella, encima de ella, y casi sentía la vibración de su poder. La llevó hasta la escalera de alfombra roja y la obligó a subir. Pasó por la puerta blanca de la salita, con los mismos muebles, las cortinas de muselina, el espejo dorado sobre la chimenea, con los dos ángeles de porcelana, la mancha en la alfombra ante la mesa, el viejo e infame canapé, tras el biombo.
Se movieron por la salita, girando como fieras enjauladas, incómodos, enemigos, evitándose.
–Es inútil que te escapes. Lo que hicimos no podía terminar de otro modo.
–Pero terminó. Terminó para siempre.
–No. Debemos empezar otra vez. Y seguir, y seguir.
–Ah, no, todo menos eso. ¿No recuerdas cómo nos aburríamos?
–¿Recordar? ¿Te figuras que yo te tocaría, si pudiera evitarlo? Para eso estamos aquí. Tenemos que hacerlo.
–No. Me voy ahora mismo.
–No puedes. La puerta está con llave.
–Oscar, ¿por qué la cerraste?
–Siempre lo hicimos, ¿no recuerdas? Ella volvió a la puerta; no pudo abrirla, la sacudió, la golpeó con las manos.
–Es inútil, Harriet. Si ahora sales, tendrás que volver. Lo podrás postergar una hora o dos, pero ¿qué es eso en la inmortalidad?
–Ya hablaremos de la inmortalidad cuando estemos muertos.
Se sentían atraídos uno a otro, moviéndose despacio, como en figuras de una danza monstruosa, con las cabezas echadas hacia atrás, las caras apartadas de la horrible proximidad. Algo atraía los pies de ambos, de uno al otro, aunque se arrastraban en contra.
De repente, sus rodillas flaquearon, cerró los ojos y se entregó en la oscuridad y el terror.
Después retrocedió en el tiempo, hasta la entrada del parque, donde Oscar no había estado nunca, donde no podría alcanzarla. Su memoria fue limpia y joven. Caminaba ahora por la senda en el campo, hasta donde la esperaba Jorge Waring. Llegó. El hombre que la esperaba era Oscar Wade.
–Te dije que era inútil escapar. Todos los caminos te traen, me encontrarás en cada vuelta, yo estoy en todos tus .recuerdos.
   –Mis recuerdos son inocentes. ¿Cómo pudiste tomar el lugar de mi padre y de Jorge Waring? ¿Tú?
–Porque les tomé su lugar.
–Mi amor por ellos fue inocente.
–Tu amor por mí era parte de ese amor. Crees que el pasado afecta el porvenir; ¿no pensaste nunca que el porvenir afecta al pasado?
–Me iré lejos.
–Esta vez iré contigo.
El cerco, el árbol y el campo flotaron y se le perdieron de vista. Iba sola hacia la aldea, pero se daba cuenta de que Oscar Wade la acompañaba del otro lado del camino. Paso a paso, como ella, árbol por árbol.
Luego bajo sus pies hubo pavimento gris y lo cubría una recova: iban juntos por la Rue de Rivoli hacia el hotel. Ahora estaban sentados al borde de la cama deshecha. Sus brazos estaban caídos y sus cabezas miraban a lados opuestos; el amor les pesaba con el inevitable aburrimiento de su inmortalidad.
–¿Hasta cuándo? –dijo ella–. La vida no continúa para siempre. Moriremos.
–¿Morir? Hemos muerto. ¿No sabes dónde estamos? Esta es la muerte. Estamos muertos, estamos en el Infierno.
–Sí, no puede haber nada peor.
–Esto no es lo peor. Mientras nos queden fuerzas para huir, mientras podamos ocultarnos en nuestros recuerdos, no estaremos del todo muertos. Pero pronto habremos llegado al más lejano recuerdo y no habrá nada más allá. En el último infierno, no huiremos más, no encontraremos más caminos, más pasajes, ni más puertas abiertas. Ya no necesitaremos buscarnos. En la última muerte estaremos encerrados en esta salita, tras esa puerta con llave. Yaceremos aquí, para siempre.
–¿Por qué? ¿Por qué? –gritó ella.
–Porque eso es todo lo que nos queda.
La oscuridad borró la salita. Ahora caminaba por un jardín, entre plantas más altas que ella. Tiró de unos tallos y no tenía fuerza para romperlos. Era una criatura. Se dijo que ahora estaba salvada. Tan lejos había retrocedido que de nuevo era chica. Llegó a un cantero de césped con un estanque circular rodeado de flores. Peces colorados nadaban en el agua. Al fondo del cantero había un huerto; allí iba a estar su madre. Había ido hasta el recuerdo más lejano; no había nada después.
Sólo el huerto, con el portón de hierro que daba al campo. Algo era diferente aquí; algo que la asustaba. Una puerta gris, en vez del portón de hierro. La empujó y estuvo en el último corredor del Hotel Saint Pierre.






May Sinclair (1870-1946)

viernes, 21 de febrero de 2014

los libros que descubrimos



Borges no deja de nombrarlo,
Italo Calvino escribe una tesis sobre él

no se necesitan más recomendaciones que estas para leer a Joseph Conrad

Quizás empezando por "El corazón de las tinieblas" relato en que Francis Ford Coppola se basaría para filmar Apocalypse Now

Si estas tres razones no bastan, he aquí una pequeña muestra de su magnífica forma de relatar :

"Me embarqué en un barco francés, que se detuvo en todos los malditos puertos que tienen allá, con el único propósito, según pude percibir, de desembarcar soldados y empleados aduaneros.  Yo observaba la costa. Observar una costa que se desliza ante un barco equivale a pensar en un enigma. Está allí ante uno, sonriente, torva, atractiva, raquítica, insípida o salvaje, muda siempre, con aire de murmurar : ´Ven y me descubrirás´"


domingo, 16 de febrero de 2014

los libros que soñamos



Como si no fuera suficiente escribir Las Ciudades Invisibles y el Barón Rampante, Italo Calvino, escribe en 1958  Los Amores Difíciles, un compendio de 12 relatos todos con una pequeña historia de amor, o desamor, o sospecha o intuición de amor....los títulos de estos cuentos no son menos preciosos
a saber :

. la aventura de un soldado
. la aventura de un bandido
. la aventura de una bañista
. la aventura de un empleado
. la aventura de un viajero
. la aventura de un lector
. la aventura de un miope
. la aventura de una mujer casada
. la aventura de un matrimonio
. la aventura de un poeta
. la aventura de un esquiador
. la aventura de un automovilista

y la aventura de un fotógrafo... ( creo mi favorito) del cual extraigo estas líneas :

" Todo lo que no se fotografía se pierde, es como si no hubiera existido, y por lo tanto para vivir verdaderamente hay que fotografiar todo lo que se pueda, y para fotografiarlo todo es preciso : o bien vivir de la manera más fotografiable posible, o bien considerar fotografiable cada momento de la propia vida. La primera vía lleva a la estupidez, la segunda a la locura"

¿cómo no amar a Calvino?

miércoles, 12 de febrero de 2014

libros que hablan de leer


Este precioso librito de dimensiones diminutas y contenidos ciclópeos...se convirtió en una pieza fundamental de mi biblioteca en este último año, visitado, leído y releído

Proust dice aquí:  " tal vez no haya días más plenamente vividos en nuestra infancia que aquellos que creímos dejar pasar sin vivirlos, aquellos que pasamos con uno de nuestros libros preferidos......si alguna vez hoy volvemos a hojear esos libros de antaño, ya sólo lo hacemos como si fuesen los únicos almanaques que hemos conservado del pasado y con la esperanza de ver reflejados en sus páginas estanques y caserones que han dejado de existir."  

" Una de las características grandes y maravillosas de los libros bellos es lo que  para el autor podría llamarse conclusiones y para el lector, incitaciones. Nos damos perfecta cuenta de que nuestra sabiduria empieza donde la del autor termina, y queríamos que nos diera respuestas, cuando lo único que puede hacer es darnos deseos."


Deseos es justamente lo que don Marcel nos inyecta en este pequeño volumen de tapa con relieve....deseos de salir corriendo a leer los libros de su infancia, deseos de vivir en su época, en su casa, en su habitación de niño asmático y lector.

Deseo de Proust.