jueves, 27 de febrero de 2014

los libros que subrayamos


" Considere una palabra que remite a una cosa  <paraguas> por ejemplo. Cuando digo la palabra paraguas ud. ve el objeto en su mente. Ve una especie de bastón con radios metálicos plegados en la parte superior que forman una armadura para una tela impermeable, la cual, una vez abierta, le protegerá de la lluvia. Este último detalle es importante. Un paraguas no sólo es una cosa, es una cosa que cumple una función, en otras palabras, expresa una voluntad del hombre. Cuando uno se para a pensar en ello, todos los objetos son semejantes al paraguas, en el sentido de que cumplen una función. Ahora, mi pregunta es la siguiente : ¿qué sucede cuando una cosa yo no cumple su función? ¿Sigue siendo la misma cosa, o se ha convertido en otra? Cuando arrancas la tela del paraguas, ¿el paraguas, sigue siendo un paraguas? Abres los radios, te los pones sobre la cabeza, caminas bajo la lluvia y te empapas. ¿Es posible continuar llamando a ese objeto un paraguas? En general la gente lo hace, es un paraguas roto, dice en todo caso. Para mí eso es un error. Puesto que ya no cumple su función, el paraguas ha dejado de ser un paraguas.

Ciudad de Cristal
Paul Auster


martes, 25 de febrero de 2014

el mejor cuento del mundo





segun Borges
este es el mejor cuento del mundo


aqui se los dejo



Donde su fuego nunca se apaga

No había nadie en el huerto. Con prudencia, sin hacer ruido con la aldaba, Harriet Leigh salió por el portón de hierro. Siguió el camino hasta el cerco, donde, bajo el saúco en flor, la esperaba el teniente de marina Jorge Waring.
Años después, cuando pensaba en Jorge Waring, Harriet volvía a sentir el dulce y cálido olor de vino de la flor de saúco y cuando olía flores de saúco, reveía a Jorge Waring, con su hermosa cara de poeta o de músico, sus ojos negros y sus cabellos pardo oliva.
Waring le había pedido que se casaran y había consentido. Pero su padre se oponía y ella había venido para decírselo y para despedirse de él; su barco partía al día siguiente.
–Dice que somos demasiado jóvenes.
–¿Cuánto quiere que esperemos?    
–Tres años.           
–¡Todavía tres años antes de casarnos! ¡Estaremos muertos!
Lo abrazó para confortarlo. Él la abrazó más fuerte y después corrió a la estación, mientras ella volvía luchando con sus lágrimas.
–En tres meses estará de vuelta. Habrá que esperar.
Pero no volvió. Había muerto en un naufragio en el Mediterráneo. Harriet ya no temía una pronta muerte porque no podía seguir viviendo sin Jorge.
Harriet Leigh esperaba en la sala de su casita en Maida Vale, donde vivía desde la muerte de su padre. Estaba inquieta, no podía apartar los ojos del reloj; esperando las cuatro, la hora que había fijado Oscar Wade. Lo había rechazado el día antes y no estaba segura de que viniera.
Se preguntaba por qué lo recibía hoy, si ayer lo había rechazado definitivamente. No debería verlo, nunca. Le había explicado todo claramente. Se evocaba, tiesa en la silla, enardecida con su propia integridad, mientras él la escuchaba cabizbajo, avergonzado. De nuevo sentía el temblor de su voz, repitiendo que no podía, que debía comprenderla, que no cambiaría su decisión, que él tenía una esposa y que no debían olvidarlo.       
Oscar respondió indignado:
–No necesito pensar en Muriel. Sólo vivimos juntos para guardar las apariencias.
–Y para guardar las apariencias debemos dejar de vernos. Oscar, por favor, váyase.
–¿Lo dice en serio?
–Sí. Ya no debemos vernos.
Oscar se había alejado, vencido. Lo veía cuadrando sus anchas espaldas para soportar el golpe. Le daba lástima. Había sido cruel sin necesidad. Ahora que había trazado un límite, ¿por qué no podían verse? Hasta ayer ese límite no era claro. Hoy quería pedirle que olvidara lo que le había dicho. Eran las cuatro. Las cuatro y media. Las cinco. Ya había tomado el té y renunciado a verlo, cuando llegó. Vino como otras veces: con su paso mesurado y cauto, sus anchas espaldas erguidas con arrogancia. Era un hombre de unos cuarenta años, alto y ancho, de caderas estrechas y cuello corto, cara grande y cuadrada y rasgos hermosos. El bigote, muy corto, pardo rojizo, se erizaba sobre el labio superior. Sus ojos pequeños brillaban, pardos, rojizos, ansiosos y animales. Le gustaba pensar en él cuando estaba lejos pero siempre tenía un sobresalto al verlo. Físicamente distaba mucho de su ideal; era tan distinto de Jorge Waring...
Se sentó frente a ella. Hubo un silencio incómodo que interrumpió Oscar Wade.
–Harriet, usted me dijo que yo podía venir. –Parecía que quería echarle toda la responsabilidad. –Espero que me haya perdonado.
–Sí, Oscar. Lo he perdonado.
Le dijo que se lo demostrara yendo a cenar con él. Accedió sin saber por qué.
La llevó al restaurante Schubler. Oscar Wade comía como un gourmet, dando importancia a cada plato. A ella le gustaba su ostentosa generosidad: no tenía ninguna de las virtudes mezquinas.
Terminó la cena. Su congestión silenciosa decía lo que estaba pensando. Pero la acompañó hasta su casa y se despidió en el portón.
Harriet no sabía si alegrarse o entristecerse. Había gozado un momento de exaltación virtuosa, pero no hubo alegría en las semanas siguientes. Había renunciado a Oscar Wade, porque no la atraía mucho, y ahora lo deseaba con furia, con perversidad, porque había renunciado a él.
Cenaron juntos varias veces. Ya conocía de memoria el restaurante. Las paredes blancas con paneles de contornos dorados, los pilares blancos y dorados, las alfombras turcas, azul y carmesí, los almohadones de terciopelo carmesí, que se prendían a sus faldas, los destellos de plata y de cristalería de las mesas circulares. Y las caras de los clientes y las luces en las pantallas rojas. Y la cara de Oscar, roja por la cena. Siempre, cuando él se echaba hacia atrás en la silla, Harriet sabía en qué pensaba. Alzaba los párpados pesados y la miraba, caviloso. Ahora sabía en qué iba a acabar todo. Pensaba en Jorge Waring y en su propia vida desilusionada. No lo había elegido a Oscar, realmente no lo había deseado, pero ya no podía dejarlo ir.
Estaba segura de lo que iba a ocurrir. Pero no sabía cuándo ni dónde. Ocurrió al final de una noche, cuando cenaron en una salita reservada. Oscar había dicho que no podía soportar el calor y el ruido del comedor. Ella subió adelante; por una empinada escalera con alfombra roja, hasta la puerta del segundo piso.
De tiempo en tiempo repitieron la furtiva aventura, en el cuarto del restaurante o en su casa, cuando no estaba la sirvienta. Pero no convenía arriesgarse.
Oscar se declaraba feliz. Harriet dudaba. Esto era el amor, lo que nunca había tenido, lo que había soñado y deseado con hambre y sed; ahora lo tenía. No estaba satisfecha. Siempre esperaba algo más, algún éxtasis que se anunciaba y no llegaba. Algo la repelía en Oscar; pero, como era su amante, no podía admitir que fuera un dejo de grosería.
Para justificarse pensaba en sus buenas cualidades, su generosidad, su fuerza. Le hacía hablar de sus oficinas, de su fábrica, de sus máquinas, le pedía prestados los libros que él leía. Pero siempre que trataba de conversar con él, le hacía sentir que no era para eso que estaban juntos, que toda la conversación que un hombre necesita la tiene con sus amigos.
–Lo malo es que nos veamos de un modo tan fugaz; deberíamos vivir juntos; es lo único razonable –dijo Oscar.
Tenía un plan. Su suegra vendría a vivir con Muriel en octubre. Podría ir a París y encontrarse allí con Harriet.
En un hotel de la Rue de Rivoli, estuvieron dos semanas. Pasaron tres días locamente enamorados.
Cuando se despertaba encendía la luz y lo miraba dormir. El sueño lo volvía inocente y suave, ocultaba sus ojos, le afinaba la expresión de la boca.
Después empezó la reacción. Al final del décimo día, volviendo de Montmartre, Harriet estalló en un ataque de llanto. Cuando le preguntaron por qué, dijo, al azar, que el Hotel Saint Pierre era horrible.
Con indulgencia, Oscar explicó su estado como de fatiga, causada por una agitación continua.
Trató de creer que estaba deprimida, porque su amor era más puro y espiritual que el de Oscar; pero sabía perfectamente que había llorado de aburrimiento. Estaban enamorados, y se aburrían mutuamente. En la intimidad, no podían soportarse.
Al fin de la segunda semana, empezó a dudar de haberlo querido alguna vez.
En Londres, por un tiempo, volvieron a entusiasmarse. Lejos del esfuerzo artificial que les había impuesto París, quisieron persuadirse de que el antiguo régimen de aventura furtiva era más adecuado a sus temperamentos románticos.     
Pero los perseguía el temor de que los descubrieran. Durante una corta enfermedad de Muriel, pensó con terror que esta podía morir; ya nada le impediría casarse con Oscar; él seguía jurando que si estuviera libre se casaría con ella.
Después de la enfermedad la vida de Muriel fue preciosa para los dos: les impedía una unión permanente.
Sobrevino la ruptura.
Oscar murió tres años después. Fue un inmenso alivio para Harriet. Ahora ya nadie sabía su secreto. Sin embargo, en los primeros momentos, Harriet se decía que, Oscar muerto, estaría más cerca de ella que nunca. No recordaba que en vida casi nunca había deseado tenerlo cerca. Mucho antes de que pasaran veinte años, le pareció imposible haber conocido una persona como Oscar Wade. Schubler y el Hotel Saint Pierre ya no eran recuerdos importantes. Hubieran desentonado con la reputación de santidad que había adquirido. Ahora, a los cincuenta y dos años, era amiga y ayudante del Reverendo Clemente Farmer, Vicario de Santa María en Maida Vale.
Era secretaria del Hogar para Jóvenes Caídas, de Maida Vale y Kilburn. Su exaltación mayor sobrevenía cuando Clemente Farmer, el flaco y austero vicario, parecido a Jorge Waring, subía al pulpito y levantaba los brazos en la bendición. Pero el momento de su muerte fue el más perfecto. Estaba acostada, soñolienta, en la cama blanca, debajo del negro crucifijo con un Cristo de marfil. El sacerdote se movía tranquilamente en el cuarto, arreglando las velas, el misal del Santísimo Sacramento. Acercó una silla a la cama; esperó que despertara. Tuvo un instante de lucidez. Sintió que se estaba muriendo y que la muerte la hacía importante para Clemente Farmer.
–¿Estás lista? –preguntó.
–Todavía no. Creo que estoy asustada. Tranquilíceme. Clemente Farmer encendió dos velas en el altar. Tomó el crucifijo de la pared y se acercó de nuevo a la cama.
–Ahora no tendrá miedo.
–No tengo miedo del más allá. Supongo que uno se acostumbra. Pero tal vez al principio sea terrible.
–La primera etapa en la otra vida, depende, en gran parte, de lo que pensamos en nuestros últimos momentos.
–Será en mi confesión.
–¿Se siente capaz de confesarse ahora? Después le daré la extremaunción y se quedará pensando en Dios.
Recordó su pasado. Allí encontró a Oscar Wade. Vaciló: ¿Podría confesar lo de Oscar Wade? Estuvo por hacerlo, después comprendió que no era posible. No era necesario. Veinte años de su vida habían prescindido de él. Tenía otros pecados que confesar. Hizo una cuidadosa selección:
–Me sedujo demasiado la belleza del mundo. A veces no fui caritativa con mis pobres muchachas. En lugar de pensar en Dios, he pensado a menudo en los seres queridos. –Después recibió la extremaunción. Pidió al sacerdote que le tuviera la mano, para no sentir miedo; mucho tiempo la tuvo así hasta que él la oyó murmurar–: Esto es la muerte. Pero yo creía que era horrible y es la dicha, la dicha.
Harriet permaneció unas horas en el cuarto donde habían sucedido estas cosas. Su aspecto le era familiar, con algo de extraño, ahora, y de repugnante. El altar, el crucifijo, las velas encendidas, sugerían alguna horrible experiencia cuyos detalles no podía definir, pero que parecían tener alguna relación con el cuerpo amortajado en la cama, que ella no asociaba consigo misma. Cuando la enfermera vino y lo descubrió, vio que era el de una mujer de mediana edad. Su cuerpo vivo era el de una joven de treinta y dos años.
Su muerte no tenía pasado ni futuro, ningún recuerdo cortante ni coherente, ninguna idea de lo que iba a ser.
Luego, súbitamente, el cuarto empezó a alejarse de sus ojos, a partirse en zonas y haces que se dislocaban y eran arrojados a diversos planos. Se inclinaban en todas direcciones, se cruzaban y cubrían con una mezcla transparente de diferentes perspectivas, como reflejos en vidrios.
La cama y el cuerpo se deslizaron hacia cualquier parte, hasta perderse de vista. Ella estaba de pie ante la puerta, que era lo único que había quedado. La abrió y se encontró en la calle, cerca de un edificio gris amarillento, con una gran torre de techo de pizarra. Lo reconoció. Era la iglesia de Santa María, de Maida Vale. Oía los acordes del órgano. Abrió la puerta y entró.
Había vuelto a espacio y tiempo definidos, había recuperado una parte limitada de memoria coherente. Recordaba todos los detalles de la iglesia que eran, en cierto modo, permanentes y reales, ajustados a la imagen que ahora la poseía.
Sabía para qué había venido. El servicio había concluido. Caminó por la nave hasta el asiento habitual debajo del pulpito. Se arrodilló y se cubrió la cara con las manos. Entre sus dedos podía ver la puerta de la sacristía. La miró tranquilamente, hasta que se abrió y apareció Clemente Farmer con su sotana negra. Pasó muy cerca del banco donde estaba arrodillada, y la esperó en la puerta, porque tenía algo que decirle.
Se levantó y se aproximó a Farmer. Seguía esperándola y no se movió para darle paso. Se acercó tanto que los rasgos de él se confundieron. Entonces, se retiró un poco para verlo mejor y se halló ante la cara de Oscar Wade. Estaba quieto, horriblemente quieto, cortándole el paso.
Las luces de las naves laterales iban apagándose, una por una. Si no se escapaba quedaría encerrada con él en esa oscuridad. Consiguió, por fin, moverse y llegar a tientas a un altar. Cuando se dio vuelta, ya no estaba Oscar Wade.
Entonces recordó que Oscar Wade estaba muerto. Luego lo que había visto no era Oscar: era su fantasma. Había muerto. Había muerto hacía diecisiete años. Estaba libre de él para siempre...
Cuando salió al atrio de la iglesia vio que la calle había cambiado. No era la calle que recordaba. Se encontró en una recova con muchas vidrieras; la Rué de Rivoli en París. Ahí estaba la entrada del Hotel Saint Pierre. Pasó por la puerta giratoria; cruzó el gris y sofocante vestíbulo que ya conocía; fue derecha a la gran escalera de alfombra gris; subió los peldaños innumerables que giraban alrededor de la jaula del ascensor hasta un descanso que conocía y un largo corredor ceniciento alumbrado por una ventana opaca; allí sintió el horror del lugar.
Ya no se acordaba de la iglesia de Santa María. No se daba cuenta de ese curso retrógrado en el tiempo. Todo el espacio y todo el tiempo estaban ahí. Recordaba que debía caminar hacia la izquierda.
Pero había algo donde el corredor doblaba, en la ventana al final de todos los corredores. Si tomaba la derecha se salvaría; pero ahí se detenía el corredor: un muro liso. Tuvo que volver a la izquierda. Dobló por otro corredor, que era oscuro y secreto y depravado. Llegó a una puerta torcida, que dejaba pasar luz por la rendija. Distinguía, encima, el número: 107. Algo había sucedido ahí. Si entraba volvería a suceder. Atrás de la puerta estaba Oscar Wade esperándola. Oyó sus pasos mesurados, que se acercaban. Huyó, rápida y ciega, como un animal, oyendo los pies que la perseguían. La puerta giratoria la agarró y la arrojó a la calle. Lo extraño es que estaba fuera del tiempo. Borrosamente recordaba que alguna vez hubo una cosa llamada tiempo: no se lo imaginaba. Se daba cuenta de cosas que sucedían o que estaban por suceder. Las fijaba por el lugar que ocupaban y medía su duración por el espacio. Ahora pensaba: si tan sólo pudiera retroceder al lugar donde no sucedió.
  Caminaba por un camino blanco, entre campos y colinas desdibujadas por la niebla. Cruzó el puente y vio la antigua casa gris, sobre el alto muro del jardín. Entró por el portón de hierro y se encontró en un gran salón de techo bajo, con las cortinas corridas, ante una cama. Era la cama de su padre. El cadáver extendido bajo la sábana, era el de su padre. Levantó la sábana: Vio el rostro de Oscar Wade, quieto y suavizado por la inocencia del sueño y de la muerte. Lo miró,  fascinada, con implacable  felicidad. Oscar  estaba muerto. Recordó que solía dormir así, en el Hotel Saint Pierre, a su lado. Si estaba muerto, no volvería a suceder. Estaba salvada.
La cara muerta le daba miedo. Al recubrirla, notó un ligero movimiento. Levantó la sábana y la estiró con fuerza, pero las manos empezaron a luchar y los dedos aparecieron por los bordes, tirándola hacia abajo. La boca se abrió, los ojos se abrieron: toda la cara la miró en agonía y terror.
El cuerpo se irguió, con los ojos clavados en los de ella. Los dos se quedaron inmóviles, un instante, con miedo mutuo. Pudo escaparse y correr; se detuvo en el portón sin saber qué lado tomar. A la derecha, el puente y el camino la llevarían a la Rue de Rivoli y a los abominables corredores del Hotel Saint Pierre; a la izquierda, el camino cruzaba la aldea.
Si pudiera retroceder aún, estaría segura, fuera del alcance de Oscar. Junto al lecho de muerte, había sido joven pero no bastante. Tenía que volver al lugar en que había sido más joven; sabía adonde encontrarlo; cruzó la aldea corriendo, por los galpones de una granja, por el almacén, por la fonda La Cabeza de la Reina, por el Correo, la iglesia y el cementerio, hasta el portón del sur, en los muros del parque de su niñez.
Estas cosas parecían insustanciales, tras una capa de aire que brillaba sobre ellas como vidrio. Se dislocaron, flotaron lejos de ella, y en lugar del camino real y los muros del parque, vio una calle de Londres, de sucias fachadas blancas, y en lugar del portón, la puerta giratoria del restaurante Schubler.
Entró. La escena se impuso con la dura evidencia de la realidad. Fue hasta una mesa en un rincón, donde un hombre estaba solo. La servilleta le tapaba la boca. No estaba segura de la parte superior de la cara; la servilleta se deslizó. Vio que era Oscar Wade. Se dejó caer a su lado. Wade se le acercó; sintió el calor de la cara congestionada y el olor del vino.
–Yo sabía que vendrías.
Comió y bebió en silencio, postergando el abominable momento final. Al fin se levantaron y se afrontaron; el gran cuerpo de Oscar estaba ante ella, encima de ella, y casi sentía la vibración de su poder. La llevó hasta la escalera de alfombra roja y la obligó a subir. Pasó por la puerta blanca de la salita, con los mismos muebles, las cortinas de muselina, el espejo dorado sobre la chimenea, con los dos ángeles de porcelana, la mancha en la alfombra ante la mesa, el viejo e infame canapé, tras el biombo.
Se movieron por la salita, girando como fieras enjauladas, incómodos, enemigos, evitándose.
–Es inútil que te escapes. Lo que hicimos no podía terminar de otro modo.
–Pero terminó. Terminó para siempre.
–No. Debemos empezar otra vez. Y seguir, y seguir.
–Ah, no, todo menos eso. ¿No recuerdas cómo nos aburríamos?
–¿Recordar? ¿Te figuras que yo te tocaría, si pudiera evitarlo? Para eso estamos aquí. Tenemos que hacerlo.
–No. Me voy ahora mismo.
–No puedes. La puerta está con llave.
–Oscar, ¿por qué la cerraste?
–Siempre lo hicimos, ¿no recuerdas? Ella volvió a la puerta; no pudo abrirla, la sacudió, la golpeó con las manos.
–Es inútil, Harriet. Si ahora sales, tendrás que volver. Lo podrás postergar una hora o dos, pero ¿qué es eso en la inmortalidad?
–Ya hablaremos de la inmortalidad cuando estemos muertos.
Se sentían atraídos uno a otro, moviéndose despacio, como en figuras de una danza monstruosa, con las cabezas echadas hacia atrás, las caras apartadas de la horrible proximidad. Algo atraía los pies de ambos, de uno al otro, aunque se arrastraban en contra.
De repente, sus rodillas flaquearon, cerró los ojos y se entregó en la oscuridad y el terror.
Después retrocedió en el tiempo, hasta la entrada del parque, donde Oscar no había estado nunca, donde no podría alcanzarla. Su memoria fue limpia y joven. Caminaba ahora por la senda en el campo, hasta donde la esperaba Jorge Waring. Llegó. El hombre que la esperaba era Oscar Wade.
–Te dije que era inútil escapar. Todos los caminos te traen, me encontrarás en cada vuelta, yo estoy en todos tus .recuerdos.
   –Mis recuerdos son inocentes. ¿Cómo pudiste tomar el lugar de mi padre y de Jorge Waring? ¿Tú?
–Porque les tomé su lugar.
–Mi amor por ellos fue inocente.
–Tu amor por mí era parte de ese amor. Crees que el pasado afecta el porvenir; ¿no pensaste nunca que el porvenir afecta al pasado?
–Me iré lejos.
–Esta vez iré contigo.
El cerco, el árbol y el campo flotaron y se le perdieron de vista. Iba sola hacia la aldea, pero se daba cuenta de que Oscar Wade la acompañaba del otro lado del camino. Paso a paso, como ella, árbol por árbol.
Luego bajo sus pies hubo pavimento gris y lo cubría una recova: iban juntos por la Rue de Rivoli hacia el hotel. Ahora estaban sentados al borde de la cama deshecha. Sus brazos estaban caídos y sus cabezas miraban a lados opuestos; el amor les pesaba con el inevitable aburrimiento de su inmortalidad.
–¿Hasta cuándo? –dijo ella–. La vida no continúa para siempre. Moriremos.
–¿Morir? Hemos muerto. ¿No sabes dónde estamos? Esta es la muerte. Estamos muertos, estamos en el Infierno.
–Sí, no puede haber nada peor.
–Esto no es lo peor. Mientras nos queden fuerzas para huir, mientras podamos ocultarnos en nuestros recuerdos, no estaremos del todo muertos. Pero pronto habremos llegado al más lejano recuerdo y no habrá nada más allá. En el último infierno, no huiremos más, no encontraremos más caminos, más pasajes, ni más puertas abiertas. Ya no necesitaremos buscarnos. En la última muerte estaremos encerrados en esta salita, tras esa puerta con llave. Yaceremos aquí, para siempre.
–¿Por qué? ¿Por qué? –gritó ella.
–Porque eso es todo lo que nos queda.
La oscuridad borró la salita. Ahora caminaba por un jardín, entre plantas más altas que ella. Tiró de unos tallos y no tenía fuerza para romperlos. Era una criatura. Se dijo que ahora estaba salvada. Tan lejos había retrocedido que de nuevo era chica. Llegó a un cantero de césped con un estanque circular rodeado de flores. Peces colorados nadaban en el agua. Al fondo del cantero había un huerto; allí iba a estar su madre. Había ido hasta el recuerdo más lejano; no había nada después.
Sólo el huerto, con el portón de hierro que daba al campo. Algo era diferente aquí; algo que la asustaba. Una puerta gris, en vez del portón de hierro. La empujó y estuvo en el último corredor del Hotel Saint Pierre.






May Sinclair (1870-1946)

viernes, 21 de febrero de 2014

los libros que descubrimos



Borges no deja de nombrarlo,
Italo Calvino escribe una tesis sobre él

no se necesitan más recomendaciones que estas para leer a Joseph Conrad

Quizás empezando por "El corazón de las tinieblas" relato en que Francis Ford Coppola se basaría para filmar Apocalypse Now

Si estas tres razones no bastan, he aquí una pequeña muestra de su magnífica forma de relatar :

"Me embarqué en un barco francés, que se detuvo en todos los malditos puertos que tienen allá, con el único propósito, según pude percibir, de desembarcar soldados y empleados aduaneros.  Yo observaba la costa. Observar una costa que se desliza ante un barco equivale a pensar en un enigma. Está allí ante uno, sonriente, torva, atractiva, raquítica, insípida o salvaje, muda siempre, con aire de murmurar : ´Ven y me descubrirás´"


domingo, 16 de febrero de 2014

los libros que soñamos



Como si no fuera suficiente escribir Las Ciudades Invisibles y el Barón Rampante, Italo Calvino, escribe en 1958  Los Amores Difíciles, un compendio de 12 relatos todos con una pequeña historia de amor, o desamor, o sospecha o intuición de amor....los títulos de estos cuentos no son menos preciosos
a saber :

. la aventura de un soldado
. la aventura de un bandido
. la aventura de una bañista
. la aventura de un empleado
. la aventura de un viajero
. la aventura de un lector
. la aventura de un miope
. la aventura de una mujer casada
. la aventura de un matrimonio
. la aventura de un poeta
. la aventura de un esquiador
. la aventura de un automovilista

y la aventura de un fotógrafo... ( creo mi favorito) del cual extraigo estas líneas :

" Todo lo que no se fotografía se pierde, es como si no hubiera existido, y por lo tanto para vivir verdaderamente hay que fotografiar todo lo que se pueda, y para fotografiarlo todo es preciso : o bien vivir de la manera más fotografiable posible, o bien considerar fotografiable cada momento de la propia vida. La primera vía lleva a la estupidez, la segunda a la locura"

¿cómo no amar a Calvino?

miércoles, 12 de febrero de 2014

libros que hablan de leer


Este precioso librito de dimensiones diminutas y contenidos ciclópeos...se convirtió en una pieza fundamental de mi biblioteca en este último año, visitado, leído y releído

Proust dice aquí:  " tal vez no haya días más plenamente vividos en nuestra infancia que aquellos que creímos dejar pasar sin vivirlos, aquellos que pasamos con uno de nuestros libros preferidos......si alguna vez hoy volvemos a hojear esos libros de antaño, ya sólo lo hacemos como si fuesen los únicos almanaques que hemos conservado del pasado y con la esperanza de ver reflejados en sus páginas estanques y caserones que han dejado de existir."  

" Una de las características grandes y maravillosas de los libros bellos es lo que  para el autor podría llamarse conclusiones y para el lector, incitaciones. Nos damos perfecta cuenta de que nuestra sabiduria empieza donde la del autor termina, y queríamos que nos diera respuestas, cuando lo único que puede hacer es darnos deseos."


Deseos es justamente lo que don Marcel nos inyecta en este pequeño volumen de tapa con relieve....deseos de salir corriendo a leer los libros de su infancia, deseos de vivir en su época, en su casa, en su habitación de niño asmático y lector.

Deseo de Proust.




jueves, 6 de febrero de 2014

los libros que recomendamos



a veces recomendamos libros, por afinidad, por error, por la emoción del momento, porque creimos que una determinada persona no podía vivir un día más sin leer "ese" libro....
pensábamos en esa recomendación acalorada que el libro nos iba a hermanar literariamente, que compartiríamos frases, palabritas, que aunque separados, estaríamos juntos en la lectura silenciosa y mancomunada.



 dice Berger en  El Cuaderno de Bento..."cuando un relato nos impresiona o nos conmueve, engendra algo que deviene, o puede devenir, una parte existencial de nosotros, y esa parte, ya sea pequeña o muy extensa, es, por así decirlo, la descendencia del relato, su retoño. Sin ninguna de las complicaciones y conflictos de lazos familiares, esas historias que nos dan forma son nuestros antepasados, unos antepasados fortuitos, casuales. Alguién que en este momento en algun lugar, esté leyendo el mismo libro que nosotros, sentado en una butaca, podría ser ya un primo lejano."

a veces recomendamos libros, pretendemos que alguien, ese otro, se vuelva una parte existencial de nosotros.

a veces recomendamos libros, y el otro es siempre el otro, y desoye nuestro consejo, porque no puede, no sabe, no quiere, o simplemente tiene una vida que atender, y no sucede nada de aquella magia que habíamos imaginado.

y en una de esas......es mejor así.