segun Borges
este es el mejor cuento del mundo
aqui se los dejo
Donde su fuego nunca se apaga
No
había nadie en el huerto. Con prudencia, sin hacer ruido con la aldaba, Harriet
Leigh salió por el portón de hierro. Siguió el camino hasta el cerco, donde,
bajo el saúco en flor, la esperaba el teniente de marina Jorge Waring.
Años
después, cuando pensaba en Jorge Waring, Harriet volvía a sentir el dulce y
cálido olor de vino de la flor de saúco y cuando olía flores de saúco, reveía a
Jorge Waring, con su hermosa cara de poeta o de músico, sus ojos negros y sus
cabellos pardo oliva.
Waring
le había pedido que se casaran y había consentido. Pero su padre se oponía y
ella había venido para decírselo y para despedirse de él; su barco partía al
día siguiente.
–Dice
que somos demasiado jóvenes.
–¿Cuánto
quiere que esperemos?
–Tres
años.
–¡Todavía
tres años antes de casarnos! ¡Estaremos muertos!
Lo
abrazó para confortarlo. Él la abrazó más fuerte y después corrió a la
estación, mientras ella volvía luchando con sus lágrimas.
–En
tres meses estará de vuelta. Habrá que esperar.
Pero
no volvió. Había muerto en un naufragio en el Mediterráneo. Harriet ya no temía
una pronta muerte porque no podía seguir viviendo sin Jorge.
Harriet
Leigh esperaba en la sala de su casita en Maida Vale, donde vivía desde la
muerte de su padre. Estaba inquieta, no podía apartar los ojos del reloj;
esperando las cuatro, la hora que había fijado Oscar Wade. Lo había rechazado
el día antes y no estaba segura de que viniera.
Se
preguntaba por qué lo recibía hoy, si ayer lo había rechazado definitivamente.
No debería verlo, nunca. Le había explicado todo claramente. Se evocaba, tiesa
en la silla, enardecida con su propia integridad, mientras él la escuchaba
cabizbajo, avergonzado. De nuevo sentía el temblor de su voz, repitiendo que no
podía, que debía comprenderla, que no cambiaría su decisión, que él tenía una
esposa y que no debían olvidarlo.
Oscar
respondió indignado:
–No
necesito pensar en Muriel. Sólo vivimos juntos para guardar las apariencias.
–Y
para guardar las apariencias debemos dejar de vernos. Oscar, por favor, váyase.
–¿Lo
dice en serio?
–Sí.
Ya no debemos vernos.
Oscar
se había alejado, vencido. Lo veía cuadrando sus anchas espaldas para soportar
el golpe. Le daba lástima. Había sido cruel sin necesidad. Ahora que había
trazado un límite, ¿por qué no podían verse? Hasta ayer ese límite no era
claro. Hoy quería pedirle que olvidara lo que le había dicho. Eran las cuatro.
Las cuatro y media. Las cinco. Ya había tomado el té y renunciado a verlo,
cuando llegó. Vino como otras veces: con su paso mesurado y cauto, sus anchas
espaldas erguidas con arrogancia. Era un hombre de unos cuarenta años, alto y
ancho, de caderas estrechas y cuello corto, cara grande y cuadrada y rasgos
hermosos. El bigote, muy corto, pardo rojizo, se erizaba sobre el labio superior.
Sus ojos pequeños brillaban, pardos, rojizos, ansiosos y animales. Le gustaba
pensar en él cuando estaba lejos pero siempre tenía un sobresalto al verlo.
Físicamente distaba mucho de su ideal; era tan distinto de Jorge Waring...
Se
sentó frente a ella. Hubo un silencio incómodo que interrumpió Oscar Wade.
–Harriet,
usted me dijo que yo podía venir. –Parecía que quería echarle toda la
responsabilidad. –Espero que me haya perdonado.
–Sí,
Oscar. Lo he perdonado.
Le
dijo que se lo demostrara yendo a cenar con él. Accedió sin saber por qué.
La
llevó al restaurante Schubler. Oscar Wade comía como un gourmet, dando importancia a cada plato. A ella le gustaba su
ostentosa generosidad: no tenía ninguna de las virtudes mezquinas.
Terminó
la cena. Su congestión silenciosa decía lo que estaba pensando. Pero la
acompañó hasta su casa y se despidió en el portón.
Harriet
no sabía si alegrarse o entristecerse. Había gozado un momento de exaltación
virtuosa, pero no hubo alegría en las semanas siguientes. Había renunciado a
Oscar Wade, porque no la atraía mucho, y ahora lo deseaba con furia, con
perversidad, porque había renunciado a él.
Cenaron
juntos varias veces. Ya conocía de memoria el restaurante. Las paredes blancas
con paneles de contornos dorados, los pilares blancos y dorados, las alfombras
turcas, azul y carmesí, los almohadones de terciopelo carmesí, que se prendían
a sus faldas, los destellos de plata y de cristalería de las mesas circulares.
Y las caras de los clientes y las luces en las pantallas rojas. Y la cara de
Oscar, roja por la cena. Siempre, cuando él se echaba hacia atrás en la silla,
Harriet sabía en qué pensaba. Alzaba los párpados pesados y la miraba,
caviloso. Ahora sabía en qué iba a acabar todo. Pensaba en Jorge Waring y en su
propia vida desilusionada. No lo había elegido a Oscar, realmente no lo había
deseado, pero ya no podía dejarlo ir.
Estaba
segura de lo que iba a ocurrir. Pero no sabía cuándo ni dónde. Ocurrió al final
de una noche, cuando cenaron en una salita reservada. Oscar había dicho que no
podía soportar el calor y el ruido del comedor. Ella subió adelante; por una
empinada escalera con alfombra roja, hasta la puerta del segundo piso.
De
tiempo en tiempo repitieron la furtiva aventura, en el cuarto del restaurante o
en su casa, cuando no estaba la sirvienta. Pero no convenía arriesgarse.
Oscar
se declaraba feliz. Harriet dudaba. Esto era el amor, lo que nunca había
tenido, lo que había soñado y deseado con hambre y sed; ahora lo tenía. No
estaba satisfecha. Siempre esperaba algo más, algún éxtasis que se anunciaba y
no llegaba. Algo la repelía en Oscar; pero, como era su amante, no podía
admitir que fuera un dejo de grosería.
Para
justificarse pensaba en sus buenas cualidades, su generosidad, su fuerza. Le
hacía hablar de sus oficinas, de su fábrica, de sus máquinas, le pedía
prestados los libros que él leía. Pero siempre que trataba de conversar con él,
le hacía sentir que no era para eso que estaban juntos, que toda la
conversación que un hombre necesita la tiene con sus amigos.
–Lo
malo es que nos veamos de un modo tan fugaz; deberíamos vivir juntos; es lo
único razonable –dijo Oscar.
Tenía
un plan. Su suegra vendría a vivir con Muriel en octubre. Podría ir a París y
encontrarse allí con Harriet.
En
un hotel de la Rue
de Rivoli, estuvieron dos semanas. Pasaron tres días locamente enamorados.
Cuando
se despertaba encendía la luz y lo miraba dormir. El sueño lo volvía inocente y
suave, ocultaba sus ojos, le afinaba la expresión de la boca.
Después
empezó la reacción. Al final del décimo día, volviendo de Montmartre, Harriet
estalló en un ataque de llanto. Cuando le preguntaron por qué, dijo, al azar,
que el Hotel Saint Pierre era horrible.
Con
indulgencia, Oscar explicó su estado como de fatiga, causada por una agitación
continua.
Trató
de creer que estaba deprimida, porque su amor era más puro y espiritual que el
de Oscar; pero sabía perfectamente que había llorado de aburrimiento. Estaban
enamorados, y se aburrían mutuamente. En la intimidad, no podían soportarse.
Al
fin de la segunda semana, empezó a dudar de haberlo querido alguna vez.
En
Londres, por un tiempo, volvieron a entusiasmarse. Lejos del esfuerzo
artificial que les había impuesto París, quisieron persuadirse de que el
antiguo régimen de aventura furtiva era más adecuado a sus temperamentos
románticos.
Pero
los perseguía el temor de que los descubrieran. Durante una corta enfermedad de
Muriel, pensó con terror que esta podía morir; ya nada le impediría casarse con
Oscar; él seguía jurando que si estuviera libre se casaría con ella.
Después
de la enfermedad la vida de Muriel fue preciosa para los dos: les impedía una
unión permanente.
Sobrevino
la ruptura.
Oscar
murió tres años después. Fue un inmenso alivio para Harriet. Ahora ya nadie
sabía su secreto. Sin embargo, en los primeros momentos, Harriet se decía que,
Oscar muerto, estaría más cerca de ella que nunca. No recordaba que en vida
casi nunca había deseado tenerlo cerca. Mucho antes de que pasaran veinte años,
le pareció imposible haber conocido una persona como Oscar Wade. Schubler y el
Hotel Saint Pierre ya no eran recuerdos importantes. Hubieran desentonado con
la reputación de santidad que había adquirido. Ahora, a los cincuenta y dos
años, era amiga y ayudante del Reverendo Clemente Farmer, Vicario de Santa María
en Maida Vale.
Era
secretaria del Hogar para Jóvenes Caídas, de Maida Vale y Kilburn. Su
exaltación mayor sobrevenía cuando Clemente Farmer, el flaco y austero vicario,
parecido a Jorge Waring, subía al pulpito y levantaba los brazos en la
bendición. Pero el momento de su muerte fue el más perfecto. Estaba acostada,
soñolienta, en la cama blanca, debajo del negro crucifijo con un Cristo de
marfil. El sacerdote se movía tranquilamente en el cuarto, arreglando las
velas, el misal del Santísimo Sacramento. Acercó una silla a la cama; esperó
que despertara. Tuvo un instante de lucidez. Sintió que se estaba muriendo y
que la muerte la hacía importante para Clemente Farmer.
–¿Estás
lista? –preguntó.
–Todavía
no. Creo que estoy asustada. Tranquilíceme. Clemente Farmer encendió dos velas
en el altar. Tomó el crucifijo de la pared y se acercó de nuevo a la cama.
–Ahora
no tendrá miedo.
–No
tengo miedo del más allá. Supongo que uno se acostumbra. Pero tal vez al
principio sea terrible.
–La
primera etapa en la otra vida, depende, en gran parte, de lo que pensamos en
nuestros últimos momentos.
–Será
en mi confesión.
–¿Se
siente capaz de confesarse ahora? Después le daré la extremaunción y se quedará
pensando en Dios.
Recordó
su pasado. Allí encontró a Oscar Wade. Vaciló: ¿Podría confesar lo de Oscar
Wade? Estuvo por hacerlo, después comprendió que no era posible. No era
necesario. Veinte años de su vida habían prescindido de él. Tenía otros pecados
que confesar. Hizo una cuidadosa selección:
–Me
sedujo demasiado la belleza del mundo. A veces no fui caritativa con mis pobres
muchachas. En lugar de pensar en Dios, he pensado a menudo en los seres
queridos. –Después recibió la extremaunción. Pidió al sacerdote que le tuviera
la mano, para no sentir miedo; mucho tiempo la tuvo así hasta que él la oyó
murmurar–: Esto es la muerte. Pero yo creía que era horrible y es la dicha, la
dicha.
Harriet
permaneció unas horas en el cuarto donde habían sucedido estas cosas. Su
aspecto le era familiar, con algo de extraño, ahora, y de repugnante. El altar,
el crucifijo, las velas encendidas, sugerían alguna horrible experiencia cuyos
detalles no podía definir, pero que parecían tener alguna relación con el
cuerpo amortajado en la cama, que ella no asociaba consigo misma. Cuando la
enfermera vino y lo descubrió, vio que era el de una mujer de mediana edad. Su
cuerpo vivo era el de una joven de treinta y dos años.
Su
muerte no tenía pasado ni futuro, ningún recuerdo cortante ni coherente,
ninguna idea de lo que iba a ser.
Luego,
súbitamente, el cuarto empezó a alejarse de sus ojos, a partirse en zonas y
haces que se dislocaban y eran arrojados a diversos planos. Se inclinaban en
todas direcciones, se cruzaban y cubrían con una mezcla transparente de
diferentes perspectivas, como reflejos en vidrios.
La
cama y el cuerpo se deslizaron hacia cualquier parte, hasta perderse de vista.
Ella estaba de pie ante la puerta, que era lo único que había quedado. La abrió
y se encontró en la calle, cerca de un edificio gris amarillento, con una gran
torre de techo de pizarra. Lo reconoció. Era la iglesia de Santa María, de
Maida Vale. Oía los acordes del órgano. Abrió la puerta y entró.
Había
vuelto a espacio y tiempo definidos, había recuperado una parte limitada de
memoria coherente. Recordaba todos los detalles de la iglesia que eran, en
cierto modo, permanentes y reales, ajustados a la imagen que ahora la poseía.
Sabía
para qué había venido. El servicio había concluido. Caminó por la nave hasta el
asiento habitual debajo del pulpito. Se arrodilló y se cubrió la cara con las
manos. Entre sus dedos podía ver la puerta de la sacristía. La miró
tranquilamente, hasta que se abrió y apareció Clemente Farmer con su sotana
negra. Pasó muy cerca del banco donde estaba arrodillada, y la esperó en la
puerta, porque tenía algo que decirle.
Se
levantó y se aproximó a Farmer. Seguía esperándola y no se movió para darle
paso. Se acercó tanto que los rasgos de él se confundieron. Entonces, se retiró
un poco para verlo mejor y se halló ante la cara de Oscar Wade. Estaba quieto,
horriblemente quieto, cortándole el paso.
Las
luces de las naves laterales iban apagándose, una por una. Si no se escapaba
quedaría encerrada con él en esa oscuridad. Consiguió, por fin, moverse y
llegar a tientas a un altar. Cuando se dio vuelta, ya no estaba Oscar Wade.
Entonces
recordó que Oscar Wade estaba muerto. Luego lo que había visto no era Oscar:
era su fantasma. Había muerto. Había muerto hacía diecisiete años. Estaba libre
de él para siempre...
Cuando
salió al atrio de la iglesia vio que la calle había cambiado. No era la calle
que recordaba. Se encontró en una recova con muchas vidrieras; la Rué de Rivoli en París. Ahí
estaba la entrada del Hotel Saint Pierre. Pasó por la puerta giratoria; cruzó
el gris y sofocante vestíbulo que ya conocía; fue derecha a la gran escalera de
alfombra gris; subió los peldaños innumerables que giraban alrededor de la
jaula del ascensor hasta un descanso que conocía y un largo corredor ceniciento
alumbrado por una ventana opaca; allí sintió el horror del lugar.
Ya
no se acordaba de la iglesia de Santa María. No se daba cuenta de ese curso
retrógrado en el tiempo. Todo el espacio y todo el tiempo estaban ahí.
Recordaba que debía caminar hacia la izquierda.
Pero
había algo donde el corredor doblaba, en la ventana al final de todos los
corredores. Si tomaba la derecha se salvaría; pero ahí se detenía el corredor:
un muro liso. Tuvo que volver a la izquierda. Dobló por otro corredor, que era
oscuro y secreto y depravado. Llegó a una puerta torcida, que dejaba pasar luz por
la rendija. Distinguía, encima, el número: 107. Algo había sucedido ahí. Si
entraba volvería a suceder. Atrás de la puerta estaba Oscar Wade esperándola.
Oyó sus pasos mesurados, que se acercaban. Huyó, rápida y ciega, como un
animal, oyendo los pies que la perseguían. La puerta giratoria la agarró y la
arrojó a la calle. Lo extraño es que estaba fuera del tiempo. Borrosamente
recordaba que alguna vez hubo una cosa llamada tiempo: no se lo imaginaba. Se
daba cuenta de cosas que sucedían o que estaban por suceder. Las fijaba por el
lugar que ocupaban y medía su duración por el espacio. Ahora pensaba: si tan
sólo pudiera retroceder al lugar donde no sucedió.
Caminaba por un camino blanco, entre campos y
colinas desdibujadas por la niebla. Cruzó el puente y vio la antigua casa gris,
sobre el alto muro del jardín. Entró por el portón de hierro y se encontró en
un gran salón de techo bajo, con las cortinas corridas, ante una cama. Era la
cama de su padre. El cadáver extendido bajo la sábana, era el de su padre.
Levantó la sábana: Vio el rostro de Oscar Wade, quieto y suavizado por la
inocencia del sueño y de la muerte. Lo miró,
fascinada, con implacable
felicidad. Oscar estaba muerto.
Recordó que solía dormir así, en el Hotel Saint Pierre, a su lado. Si estaba
muerto, no volvería a suceder. Estaba salvada.
La
cara muerta le daba miedo. Al recubrirla, notó un ligero movimiento. Levantó la
sábana y la estiró con fuerza, pero las manos empezaron a luchar y los dedos
aparecieron por los bordes, tirándola hacia abajo. La boca se abrió, los ojos
se abrieron: toda la cara la miró en agonía y terror.
El
cuerpo se irguió, con los ojos clavados en los de ella. Los dos se quedaron
inmóviles, un instante, con miedo mutuo. Pudo escaparse y correr; se detuvo en
el portón sin saber qué lado tomar. A la derecha, el puente y el camino la
llevarían a la Rue
de Rivoli y a los abominables corredores del Hotel Saint Pierre; a la
izquierda, el camino cruzaba la aldea.
Si
pudiera retroceder aún, estaría segura, fuera del alcance de Oscar. Junto al
lecho de muerte, había sido joven pero no bastante. Tenía que volver al lugar
en que había sido más joven; sabía adonde encontrarlo; cruzó la aldea
corriendo, por los galpones de una granja, por el almacén, por la fonda La Cabeza de la Reina, por el Correo, la
iglesia y el cementerio, hasta el portón del sur, en los muros del parque de su
niñez.
Estas
cosas parecían insustanciales, tras una capa de aire que brillaba sobre ellas
como vidrio. Se dislocaron, flotaron lejos de ella, y en lugar del camino real
y los muros del parque, vio una calle de Londres, de sucias fachadas blancas, y
en lugar del portón, la puerta giratoria del restaurante Schubler.
Entró.
La escena se impuso con la dura evidencia de la realidad. Fue hasta una mesa en
un rincón, donde un hombre estaba solo. La servilleta le tapaba la boca. No
estaba segura de la parte superior de la cara; la servilleta se deslizó. Vio
que era Oscar Wade. Se dejó caer a su lado. Wade se le acercó; sintió el calor
de la cara congestionada y el olor del vino.
–Yo
sabía que vendrías.
Comió
y bebió en silencio, postergando el abominable momento final. Al fin se
levantaron y se afrontaron; el gran cuerpo de Oscar estaba ante ella, encima de
ella, y casi sentía la vibración de su poder. La llevó hasta la escalera de
alfombra roja y la obligó a subir. Pasó por la puerta blanca de la salita, con
los mismos muebles, las cortinas de muselina, el espejo dorado sobre la
chimenea, con los dos ángeles de porcelana, la mancha en la alfombra ante la
mesa, el viejo e infame canapé, tras el biombo.
Se
movieron por la salita, girando como fieras enjauladas, incómodos, enemigos,
evitándose.
–Es
inútil que te escapes. Lo que hicimos no podía terminar de otro modo.
–Pero
terminó. Terminó para siempre.
–No.
Debemos empezar otra vez. Y seguir, y seguir.
–Ah,
no, todo menos eso. ¿No recuerdas cómo nos aburríamos?
–¿Recordar?
¿Te figuras que yo te tocaría, si pudiera evitarlo? Para eso estamos aquí.
Tenemos que hacerlo.
–No.
Me voy ahora mismo.
–No
puedes. La puerta está con llave.
–Oscar,
¿por qué la cerraste?
–Siempre
lo hicimos, ¿no recuerdas? Ella volvió a la puerta; no pudo abrirla, la
sacudió, la golpeó con las manos.
–Es
inútil, Harriet. Si ahora sales, tendrás que volver. Lo podrás postergar una
hora o dos, pero ¿qué es eso en la inmortalidad?
–Ya
hablaremos de la inmortalidad cuando estemos muertos.
Se
sentían atraídos uno a otro, moviéndose despacio, como en figuras de una danza
monstruosa, con las cabezas echadas hacia atrás, las caras apartadas de la
horrible proximidad. Algo atraía los pies de ambos, de uno al otro, aunque se
arrastraban en contra.
De
repente, sus rodillas flaquearon, cerró los ojos y se entregó en la oscuridad y
el terror.
Después
retrocedió en el tiempo, hasta la entrada del parque, donde Oscar no había
estado nunca, donde no podría alcanzarla. Su memoria fue limpia y joven.
Caminaba ahora por la senda en el campo, hasta donde la esperaba Jorge Waring.
Llegó. El hombre que la esperaba era Oscar Wade.
–Te
dije que era inútil escapar. Todos los caminos te traen, me encontrarás en cada
vuelta, yo estoy en todos tus .recuerdos.
–Mis recuerdos son inocentes. ¿Cómo pudiste
tomar el lugar de mi padre y de Jorge Waring? ¿Tú?
–Porque
les tomé su lugar.
–Mi
amor por ellos fue inocente.
–Tu
amor por mí era parte de ese amor. Crees que el pasado afecta el porvenir; ¿no
pensaste nunca que el porvenir afecta al pasado?
–Me
iré lejos.
–Esta
vez iré contigo.
El
cerco, el árbol y el campo flotaron y se le perdieron de vista. Iba sola hacia
la aldea, pero se daba cuenta de que Oscar Wade la acompañaba del otro lado del
camino. Paso a paso, como ella, árbol por árbol.
Luego
bajo sus pies hubo pavimento gris y lo cubría una recova: iban juntos por la Rue de Rivoli hacia el hotel.
Ahora estaban sentados al borde de la cama deshecha. Sus brazos estaban caídos
y sus cabezas miraban a lados opuestos; el amor les pesaba con el inevitable
aburrimiento de su inmortalidad.
–¿Hasta
cuándo? –dijo ella–. La vida no continúa para siempre. Moriremos.
–¿Morir?
Hemos muerto. ¿No sabes dónde estamos? Esta es la muerte. Estamos muertos,
estamos en el Infierno.
–Sí,
no puede haber nada peor.
–Esto
no es lo peor. Mientras nos queden fuerzas para huir, mientras podamos
ocultarnos en nuestros recuerdos, no estaremos del todo muertos. Pero pronto
habremos llegado al más lejano recuerdo y no habrá nada más allá. En el último
infierno, no huiremos más, no encontraremos más caminos, más pasajes, ni más
puertas abiertas. Ya no necesitaremos buscarnos. En la última muerte estaremos
encerrados en esta salita, tras esa puerta con llave. Yaceremos aquí, para
siempre.
–¿Por
qué? ¿Por qué? –gritó ella.
–Porque
eso es todo lo que nos queda.
La
oscuridad borró la salita. Ahora caminaba por un jardín, entre plantas más
altas que ella. Tiró de unos tallos y no tenía fuerza para romperlos. Era una
criatura. Se dijo que ahora estaba salvada. Tan lejos había retrocedido que de
nuevo era chica. Llegó a un cantero de césped con un estanque circular rodeado
de flores. Peces colorados nadaban en el agua. Al fondo del cantero había un
huerto; allí iba a estar su madre. Había ido hasta el recuerdo más lejano; no
había nada después.
Sólo
el huerto, con el portón de hierro que daba al campo. Algo era diferente aquí;
algo que la asustaba. Una puerta gris, en vez del portón de hierro. La empujó y
estuvo en el último corredor del Hotel Saint Pierre.
May Sinclair (1870-1946)